sábado, 26 de julio de 2025

SUEÑO DE OTOÑO cartas a Labelle (un relato de amor)

Advertencia: Este texto pertenece a una pequeña obra que escribí hace algún tiempo, deseando presentarla a un concurso de relatos de amor. No fue admitida por exceder en número de páginas; debido a lo que he decidido incluirla en mis blogs. Describe hechos imaginarios; como lo son todos sus personajes (careciendo de autenticidad: su trama, los lugares que menciona y las circunstancias que describe). Se acompaña con fotografías antiguas de París y con carteles y cuadros franceses, pertenecientes a la exposición UN SIGLO DE ART DECO; que se exhibe en la Sala Las Francesas, del Ayuntamiento de Valladolid -al que agradecemos nos permita divulgarlas-.

Recomendación: El estilo de narración invita a escucharla (mejor que leerla). Siendo recomendable “bajar” el texto en PDF u otro formato, que permita activar la “lectura en voz alta”.

ÍNDICE GENERAL: Pulsando el siguiente enlace, se llega a un índice general, que contiene los artículos que hemos editado en “DEL CIPANGO AL SPANGO". PARA LLEGAR A ELLOS, hacer clik sobre:  https://delcipangoalspango.blogspot.com/2023/01/indice-de-articulos-de-del-cipango-al.html



SUEÑO DE OTOÑO

(cartas a Labelle)




SOBRE Y JUNTO ESTAS LÍNEAS:
Dos imágenes de la calle de la Universidad, en París (Rue de l´Université); donde se desarrolla gran parte del relato.




BAJO ESTAS LÍNEAS: El paso de la muralla, litografía de Félix Labbise (1951); una escena con la que deseamos comenzar a transmitir lo que este relato expresa.






Preliminar:


Querida Labelle:

              Intentaré escribirte en español, esperando no haber perdido mucho en esa lengua. Pues, como recordarás, mi madre era de origen hispano y ello pesa en el subconsciente; por lo que el castellano siempre lo considero un primer idioma.

           A mí también me encantó ir tu voz ayer, después de casi cuarenta años. No te preocupes por disculparte, nada tienes que explicarme. Es totalmente comprensible que te resultase muy duro contactar con nosotros; tras la gran desgracia sucedida en mi familia. Yo mismo, no he querido volver con casi nadie del pasado. Así lo manifesté a quienes me conocían desde joven, para que los antiguos amigos dejasen de establecer muchos vínculos. Separándome de todos, con el fin de no revivir tanto dolor. Pues la memoria me puede y no soy capaz de superar lo que sucedió en casa. Aunque, tras hablar contigo por "redes sociales", me he alegrado enormemente. Habiéndome arrepentido de no haberlo hecho antes.

            Pese a todo, algo me ha dejado una gran incertidumbre; pues en los audios que me enviaste, se escucha temblar tu voz. Al menos en dos ocasiones se quiebran tus palabras, lo que me produce confusión (por no decir preocupación). Desconociendo si no estás bien y por ello has contactado conmigo. O si esos pequeños titubeos proceden del pasado que tanto nos une; junto al recuerdo de mi familia -principalmente el de mi hermana Véronique (tan fatalmente desaparecida)-. Te contesté enviando varios mensajes, preguntando si sucedía “algo”; añadiendo que conservaba la mejor memoria de ti, porque sabes que te amé con locura y del modo en que hasta entonces, nunca había querido a nadie.

         Tal como comentaste, pronto van a cumplirse cuatro décadas desde que llegaste a París, para cursar tus estudios de doctorado en psicología. Cuarenta años desde que nos conocimos, en ese precioso otoño de juventud. Recuerdo que viniste a primeros de septiembre y no puedo olvidar el día en que fuimos a recogerte a Orly. Llegabas desde Panamá a media noche, hora en que antes aterrizaban los vuelos trasatlánticos. Mi hermana Véronique, me pidió que fuera con ella hasta el aeropuerto; porque viajabas cargada de maletas (preparada para un año en la Sorbona). Mientras íbamos por ti, me habló de vuestra amistad y de los planes que habíais hecho. Considerando que lo mejor sería que estuvieras unos días en casa de mis padres; mientras te matriculabas, te hacías a la ciudad y buscabas un apartamento.

          De ese modo, tras saber que vendrías a vivir con nosotros, le pregunté dos cosas: La primera, si eras guapa; la segunda, si no te molestaría el sonido de mi piano (mientras lo tocaba durante las noches). Sobre tales cuestiones, mi hermana me contestó: -“A ti no te interesa su aspecto físico. Ni se te ocurra acercarte a ella, porque es una persona mayor y viene a estudiar, no a perder el tiempo. En lo que respecta al piano y tu manía de practicar hasta altas horas de la madrugada. Ya lo he resuelto; va a dormir en mi habitación, donde apenas se oye”-. Apostillé que no podrías ser muy mayor, si venías a estudiar a la universidad. Respondiendo Véronique que tenías casi veinte años más que yo, y la superabas en unos diez a ella. Que tu llegada a París se relacionaba con tu vida personal y el doctorado. Porque tras haberte divorciado, deseabas tener un nuevo futuro e iniciar un proyecto profesional diferente.

            Escuchaba con atención estas palabras de aviso, para que te tuviera respeto y distancia; mientras se abrió una de esas cristaleras tintadas, de donde emergen los recién aterrizados. En un momento, mi hermana comenzó a mover las manos, saludando con gestos para hacerse ver; pudiendo darme cuenta de quien y de cómo eras. Te vi empujando un carrito, lleno de maletas; riendo y alzando los brazos. Marchamos hacia ti para ayudarte; al encontrarnos, besaste a Véronique y tras presentarme como su hermano Armand, tomé por el asa el portaequipajes para llevarlo hasta el aparcamiento. Una hora después, estábamos en casa de mis padres; donde te llamó la atención el nombre de la calle; porque vivíamos en la Rue de l´ Université. Preguntaste que si era de la Sorbona y yo comencé a relatar la historia de aquella vía; narrando que se trataba de la universidad pontificia del siglo XII. Una de mis monsergas que mi hermana cortó; indicándome que subiera las maletas a vuestro cuarto y que os dejase en paz. Así lo hice. Aunque desde ese momento cambió el rumbo de mi vida; pues como le dije a Véronique antes de retirarme, eras una de las mujeres más impresionantes que había visto en mi vida. Todo lo que me costó una nueva advertencia de ella; que en tono amenazante aseveró: -“Ni se te ocurra acercarte o molestarla, que tú eres muy bobo”-.

          Sobre lo que sucedió en los días y meses siguientes, muy bien lo sabes. Pues me enamoré perdidamente de ti. Unos hechos que necesito rememorar, después de haber contactado contigo. No sabiendo si lo que busco es cerrar mi pasado o recordarlo; lo cierto es que tras oír tu voz, me es imprescindible comunicarte lo que sucede. Por cuanto te escribiré algunas cartas, narrando lo que viví y sentí a tu lado; hace ya cuarenta años.

Es ya muy tarde y mañana he de madrugar; la próxima noche te escribiré de nuevo.

Un beso
Armand




SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS:
tres imágenes de nuestra casa en la Rue de l´Université, antes del incendio. Arriba, entrada posterior; por donde se accedía al jardín. Al lado, la esquina con calle Universidad. Abajo, la terraza de la habitación donde dormías (que mi madre mantenía con la bandera de España en sus rejas)











Carta Primera: VÉRONIQUE


Querida Labelle:

          Este es un correo inicial, de los muchos que preciso escribirte. Digo “preciso”, porque seguir recordándote, es para mí una obligación de supervivencia. Eloise, mi mujer, me conoce muy bien y sabe que jamás la engañaría; por lo que no me impide seguir queriendo a quienes he amado. De todos modos y para que no te intranquilicen mis cartas, añado que ella sabe, estamos en contacto; aunque voy a intentar que nunca más nos veamos, pues eso ya es muy distinto. Debido a que Eloise no ha tenido novios anteriores y no puede hacer lo mismo (soy su primer amor y llevamos juntos desde sus diecinueve años). Es decir, por respeto a ella, no voy a poder verte; lo que supone vivir solo en el recuerdo y en el pensamiento. Algo muy triste; pero que, quizás, sea más bello que la realidad.

            Nada sé de tu vida, ni nada me has contado tras este “encuentro”. Tampoco hablabas mucho de ello en París, hace cuarenta años (cuando nos conocimos); donde apenas referías tu historia personal. Nunca mencionaste a tu marido; pero alguna vez comentaste los “pretendientes” que tenías en la Sorbona. Historias que me producían por entonces ulceraciones cardíacas y que oía con verdadero horror (pensando que no estaba “solo”). Pese a todo, era tal la admiración que sentía por ti, que las consideraba “el precio” por poder tenerte cerca; ya que entre ambos había una enorme diferencia de madurez y pensamiento. Tampoco me has dicho si ahora alguien te cuida en el amor, o si tienes compañía; esperando no estés sola, porque sería una pena.

            Dicho esto, hoy voy a comentarte ciertas cosas de nuestro común pasado; que debo transmitir y me gustaría que conocieses mejor:


Véronique y su muerte:

          Voy a hablarte primero de mi hermana; a través de la que nos conocimos. Fue ese verano de hace cuatro décadas, cuando ella visitó tu país y luego viniste a Francia. Era mi única hermana y nos unía una enorme amistad y cariño; aunque tenía casi diez años más. Por lo que vivió como hija única, hasta mi llegada a la familia; un hecho que quizá debió resultarle una experiencia difícil. Seguramente, por ello, siempre estaba rodeada de perros, gatos y pájaros (afirmando desde niña querer más a los animales que a las personas). Aseverando que los seres humanos eran poco soportables y los “bichos” maravillosos; lo que demostraba explicando que daba más asco una caca de persona, que una mierda canina, felina o de ave (un hecho indiscutible). Por lo demás, era enormemente mordaz e inteligente; al menos hasta su juventud, pues luego la Sociedad castró sus capacidades (como hace con tantas mujeres).

           Como sabes, se casó y tuvo tres hijos; que por fortuna no estaban en casa de mis padres aquel maldito día en que ardió el edificio (su familia se había ido al campo ese fin de semana). Ella murió en el incendio; debido a que vivía en el piso segundo y no pudo escapar. Ya que tras su boda, mis progenitores se trasladaron al primero, para darles privacidad y porque al ser mayores, no querían escaleras. Esa circunstancia les salvó la vida; aunque Véronique quedó atrapada por las llamas en la zona alta del inmueble (sin poder salir). Un hecho que no deja de atormentarme. El accidente provocó que a las pocas semanas, mi madre sufriera un ictus cerebral; quedando inválida y sin capacidad cognitiva. Situación que derivó hacia una insuficiencia cardíaca de mi padre, que murió unos meses más tarde. Lo que destrozó nuestra familia; quedándome solo, tras haber desaparecido todos en apenas un año.

          La tragedia y el incendio, fueron terribles. Tuve que vivirla regresando a toda prisa desde Australia; donde he residido con Eloise desde que nos casamos (hace treinta y cinco años). Después de que un familiar me llamase a Sidney; para comunicarme que se había quemado la casa, falleciendo mi hermana. Aquel viaje de retorno resultó un infierno; nunca podré olvidarlo. Compré el primer billete que encontramos, con largas escalas; y no pudimos quitarnos las gafas oscuras durante las treinta horas que tardamos en llegar a París (no parábamos de llorar). Luego, lo más duro fue enfrentarme en esas circunstancias a mis padres. Lo peor. Porque al verlos tan desolados, sentí que les había abandonado. Se lo dije; les pedí perdón por haberme trasladado al otro lado del Mundo tras casarme. Pero me respondieron que quizás gracias a vivir tan lejos, estaba aún entre nosotros. Pues de haber residido en esa casa de Rue de l´Université, junto a mi hermana y su familia; posiblemente habrían muerto más personas en el incendio. Así, los dos pobres viejos, intentaban sonreírme y consolarse; mientras entre lágrimas, aseveraban que mi marcha nos había salvado.

        Mi madre, no paraba de llorar ese día; siquiera podía hablar. Su llanto no cesaban y era imposible verle el rostro, porque lo tapaba con pañuelos (como si no quisiera mirar más a la vida). La sensación que tuve ante ella, fue ver el Gólgota y a su hija recién crucificada. Pero peor era la situación de mi padre, que reaccionaba ausente; sin coordinar sus palabras. Se había quedado vacío y tenía los ojos totalmente inexpresivos, como dos botones de hierro hundidos. Me miraba y yo no me sentía a su lado; desconocía si me veía siquiera, porque en su interior tan solo había la nada. Trataba de hablar con unos y otros, mientras comentaba que se estaba volviendo loco; sin poder creer lo que pasaba. Comentando repetidamente que el cerebro tiene el recurso de ser incapaz de procesar ciertos hechos. Lo que le aliviaba, pues ya no sabía si estaba vivo o muerto; como Véronique.

          En medio de esa escena, pedí ver a mi hermana por última vez; ya que nos habían esperado, para llevar a cabo las ceremonias finales. Pero me dijeron que era imposible abrir el féretro, al estar muy desfigurada. De ese modo y en tal situación, yo vagaba de un lado a otro, saludando a cuantos venían a visitarnos o a consolarnos. Pero eran tantos y tan amigos, que no podía -ni quería- atenderles. Ya que en esos momentos, te planteas si no será mejor estar solo, para poder hablar y pensar en otros hechos; en vez de recordar de continuo la tremenda desgracia que vivíamos. Finalmente, me reuní con el viudo y los hijos de Véronique, para intentar charlar y hacerles olvidar -en algo- lo sucedido. Quienes me dijeron que lo mejor era ir a vigilar y hacerse cargo un poco de la casa destruida. No fueran a entrar ladrones, hurtando lo que había quedado de ella; o que sufriese un derrumbe, dañando a los transeúntes que merodeaban junto al edificio.

          Decidí salir del velatorio, por cambiar de aire y respirar algo de paz. Así nos dirigimos Eloise y yo hacia la Rue de l´Université -nombre que tanto te gustaba-; llegando al solar que todavía permanecía con rescoldos (dos días después de quemarse). La imagen fue igualmente dura, porque tan solo quedaban las paredes exteriores y algunos tabiques; con los techos y el tejado totalmente derrumbados. Había ardido por entero; al tratarse de un edificio del siglo XVIII, con estructura y artesonados de madera. Prácticamente nada se salvó; desapareciendo cuantos recuerdos y enseres se guardaban. No solo la colección de cuadros y tallas antiguas de mis padres, feneció entre esas llamas. También la biblioteca vieja, los libros modernos, los muebles y todas las fotos de papel. Hasta las ropas se incendiaron; salvándose del fuego tan solo la parte del jardín, junto a la piscina. Quedando el resto de la construcción con sus tres plantas a la vista; exenta de apoyos y abierta (como una caja sin tapa). Costando comprender cómo y por qué, se sostenían sus paredes.

          Allí, entre aquellas cenizas se hallaban todos nuestros recuerdos; el pasado de la familia, desde la niñez, hasta los días más felices de juventud. Fue entonces cuando recordé a esos amigos con los que tanto habíamos disfrutado en la casa; pensando que mejor no la vieran en ese estado. Aunque lo único verdaderamente terrible y sin solución había sido, la muerte de mi hermana; la situación de sus hijos y lo que mis padres vivían.

         De cuanto narro, hace ya casi veinte años; por lo que hemos podido reponernos. Pese a que los siguientes golpes que nos dio la vida, fueron igualmente dolorosos. Pues a las pocas semanas, mi madre sufrió un ictus y las isquemias (que te comenté); lo que la impidió andar, moverse por si misma y hasta reconocer a nadie. Por su parte, mi padre ya no podía más y tras la enfermedad de mi progenitora, murió de un infarto; del cual solo puedo decir que -al menos- fue rápido y le mantuvo pocos días en el hospital.

          Después de relatarte esta triste historia, prefiero terminar la carta de hoy con algo grato, como es el recuerdo de las cosas buenas que me transmitió mi hermana, a lo largo de su corta existencia. Porque gracias a ella, tuve dos de los grandes tesoros de mi vida: El primero, fue el piano; porque lo tocaba de niña y así pude comenzar a estudiarlo desde los cuatro años (con su profesor y su instrumento). Aunque, creo que se sintió traicionada -o postergada- cuando vio como “el maestro” me dedicaba más tiempo a mí. Seguramente, debido a ello, al entrar en la universidad, Véronique dejó la música definitivamente; para dedicarse a sus estudios de psicología. Quizá al observar que el profesor me atendía mejor a mí.

         El segundo tesoro que me trajo Véronique, fuiste tú. Que, como sabes, cumpliste una función primordial en mi vida. Abriéndome los ojos y logrando que saliera de ese mal ambiente que se vivía en la Alta Sociedad parisina, durante aquellos años (aunque creo que ahora esta peor). Pues, como te he comentado por audio; gracias a tu presencia pude alcanzar a Eloise. Ya que tras conocerte, supe como eran las diosas. Buscando una deidad parecida; logré encontrar a la maravillosa australiana con la que he sido feliz (pese a la dolorosa historia de mi casa y mi familia).

           Tras estas tristes, pero necesarias palabras; ya conoces los pormenores de lo que nos sucedió. También habrás descubierto algo más de Véronique, con la que imagino hablaste mucho. Quien siempre me reprochaba que me enamorase de sus amigas más cercanas. Una curiosa situación que se produjo desde niño, cuando a diario venía a casa con Amélie y Blanche; dos compañeras de colegio que eran las más guapas de Francia. Por lo que al ver lo que me pasaba contigo, de nuevo volvió a molestarse, recriminándome “esas manías” y malas costumbres. Preguntándome si no podía buscar el amor, en personas de mi edad... . Pero, qué se le va a hacer. La vida es así; seguramente erais amigas, porque compartíais muchas cosas y ello me llevó a proyectar mis sentimientos.

          Seguiré relatándote estas historias, porque para mí se ha hecho necesario contártelas; aunque aquí ya son las cinco de la madrugada y mañana tengo que trabajar

Un beso muy fuerte.

Armand



SOBRE ESTAS LÍNEAS: Retrato; oleo por Yefim Moiseyevich Royak (1927).

ABAJO: L´echarpe bleue (la bufanda azul). Serigrafía, por Tamara de Lampicka (1930).







Carta segunda: RECUERDA


Querida Labelle:

Tu reencuentro:

          Hoy me viene a la memoria una película que de niño me impresionó, a cuya proyección me llevó mi hermana. Se titulaba “Recuerda” (de Hitchcock); era yo muy pequeño cuando la vi por primera vez -tendría unos diez años-. La conocerás perfectamente, pues trata sobre el subconsciente; quizá de un modo exagerado, pero muy romántico. Mostrando como unas líneas blancas, se hacían insoportables al que se sentía culpable de una muerte; resolviendo desde ello, un asesinato en la nieve. Pese a que la trama era de una gran belleza, teniendo escenas y decorados diseñados por Dalí, basados en figuras de Francis Bacon. La historia me pareció siempre incomprensible e inviable; pues el flash en el subconsciente no nace de un motivo tan sencillo como un color o unas formas. Sino de modo mucho más incontrolado, procediendo principalmente de la acústica o de los olores. Tanto, que un perfume y un aroma, puede transportarnos hacia un momento y una persona; al igual que una voz o una melodía, nos lleva irremisiblemente al pasado, o a sentirnos junto a un ser querido.

         Por ello, yo me pregunto ¿De dónde procederá esa capacidad que el ser humano tiene para trasladarse en el tiempo y en el espacio, tan solo con el olfato o el oído?. La respuesta nos la da la necesidad de recordar lo mejor de nuestra vida; para lograr subsistir. Un regalo que los sentidos nos proporcionan, aunque el tacto -curiosamente- no tiene casi memoria. Mientras, la vista solo actúa sobre el recuerdo, cuando observamos algo que guarda una parte importante de nuestra historia. Siendo el gusto, prácticamente ajeno al pasado; por mucho que Proust manifieste que el paladar nos puede transportar a la niñez; hacia la búsqueda “del Tiempo Perdido”.

          Por cuanto digo, una voz, una imagen y un reencuentro; provocan de inmediato el regreso a esa etapa, que añoramos o detestamos; porque en ella fuimos muy felices o porque allí sufrimos sobremanera. Es lo que ha sucedido la semana pasada, al contactar contigo -después de cuarenta años-. Cuando tras enviarme la fotografía de mi hermana, y al oír de nuevo tu voz; se ha despertado en mí un volcán. Abriendo un cráter con una gran sima interior, que yo mismo desconocía. Habiendo estallado su enorme cima, de la que siguen manando todo tipo de sensaciones. Emociones en forma de escenas y recuerdos irremediables; que crecen, haciéndose incontrolados y hasta terribles. Tanto es así, que no logro ni dormir; siquiera a altas horas de la noche y después de días en vela. Quedando solo, a oscuras, con los ojos abiertos sobre la cama; intentando conciliar el sueño durante largo tiempo. Un descanso que no llega, porque el recuerdo me reporta ideas, imágenes y sensaciones; que no había experimentado desde decenios atrás. Llegando a modificar mi concentración, mi capacidad de sentir y hasta abriendo la espita de la composición de nuevo. Pues principalmente creo e invento la música, cuando percibo que cuanto me rodea, me está llevando hacia el abismo de los sentidos; hasta un lugar desconocido, donde temo que las emociones me devoren.

         Es así, como a día de hoy, tan solo una semana después de escucharte; me encuentro irreversiblemente digerido por esa gran serpiente, que es el recuerdo del pasado, cuando se vive como presente. Comprendiendo por qué, durante la Antigüedad, se representaba a Cronos (el Tiempo) en un gran ofidio que se enroscaba sobre el cuerpo del humano, para matar por constricción; y luego devorarnos. Enorme culebra, identificada con la Vía Láctea y con la rotación del Universo; donde se marcan los tiempos: La cronología. Pero lo más terrible, es que hasta lo que ha sucedido, no conocía esa sensación que se vive, cuando nos vemos cercados por la sierpe inevitable. El ofidio del tiempo, que te abraza y tritura, rompiendo nuestro interior con crueldad. Como un niño, cuando toma en su mano un pájaro y lo aprieta; por amor o por necesidad de poseerlo.


Tu llegada a nuestra casa:

         Sea como fuere, tu recuerdo me puede; no logro superarlo y hasta el corazón me duele al rememorarte. No solo por ti, sino porque apareciste en la última época feliz de mi familia. Cuando todos estábamos muy unidos; los dos hermanos y nuestros padres. Porque después de esos años, la casa se fue diseminando; hasta llegar a desaparecer (en el terrible incendio). Por cuanto narro, llegaste en el momento de mayor felicidad y alegría; cuando nos queríamos y no había problemas, ni diferencias en la forma de ver la vida. Éramos como una piña y en las adversidades nos ayudábamos sin medida, ni pausa. Así sucedió en los días que a Véronique le dejó su primer novio, cuando todos la apoyamos incondicionalmente. Lo mismo hicieron conmigo en casa, cuando me vieron solo y abandonado por Collete -mi primera novia-; momento en que decidí irme al ejército (para olvidar lo vivido). Por cuanto narro, en esos días no había rivalidades, ni choques entre unos y otros; los hermanos nos queríamos, sin egoísmos, ni dudas. De este modo, refiero; que el momento de tu entrada en la familia, fue el mejor de los vividos.

          Como escribí en la carta inicial, recuerdo perfectamente tu llegada a París, un mes de Septiembre, del que se van a cumplir cuarenta años. Apareciste entre las ventanas de la terminal de Orly, cargada de maletas, saludando y riendo con cara de niña traviesa. Mostrando tu maravillosa sonrisa; que es un collar de perlas unidas con estrellas. Te ayudamos a llegar al coche y nos fuimos hacia la casa de mis padres (en el distrito VII); donde, tras descargar el equipaje, pregunté a Véronique tu edad. Cuando me la dijo, solo pude añadir que parecías veinte años más joven; y a ella le dio la risa. Porque terminé pronunciando esas frases tan españolas y francesas, que dictan: -“Está buena… Buenísima; est chaude... et joli”-. Pronto, me advirtió que ni se me ocurriera acercarme a ti. A lo que repliqué con un: -“Por favor, cómo voy a hacer eso con alguien que vive en casa”-; sintiéndome insultado por la insinuación.

         Pero no pude evitarlo. Desde ese mismo momento, mis ojos miraban solo tu persona; aun sabiendo que era un imposible. Tanto fue, que de continuo pensaba en el medio de conquistarte, de impresionarte, de hacerme ver; inventando todo tipo de artimañas. La mayoría de las cosas que se me ocurrían, eran idioteces; relatando historias muy impresionantes, entre conversaciones que escuchabas con la mayor dulzura (poniendo toda tu atención). Aunque mi familia se daba cuenta de que estaba fantaseando o intentando pavonearme, como un gallo sin plumas, ante un ser divino. No sé cuántas bobadas narraba, ni cuántas noches me quedé hablando contigo; mientras tocaba el piano, en el salón de la chimenea. Pero mi recuerdo me lleva a sentir vergüenza, porque la gran mayoría de lo que comentaba y hacía, eran exageraciones o invenciones, con el fin de hacerme valer.

         En todo ello, me viene a la memoria tu enorme dulzura y tu infinita simpatía; mostrando siempre aquella sonrisa de ángel y esos ojos cargados de alegría e inteligencia. No podía siquiera verlos; porque tu mirada me derrotaba interiormente, como un soplo de fuego acaba con el hielo. Tal era el poder que ejercías sobre mí, que sentía palpitaciones, al notar tu presencia. Tanto, que cuando sabía que llegabas, el estómago se me estremecía; lo que sucedía al presentir que entrabas en la casa. Pues como recordarás, a ella se accedía por el jardín con una cancela bastante ruidosa. Así, conociendo más o menos la hora en que venías; te esperaba junto al piano. Y al escuchar el sonido de aquella puerta exterior, sentía mis entrañas comprimirse; con un golpe interno que muy pocas veces había experimentado.

         Cuánta belleza escondías; qué ser tan maravilloso tenía frente a mí. Todo ello, después de haber sufrido un terrible desengaño, como triste final al único amor conocido. Unos seis años de noviazgo, que empezó a mis quince -y a los trece de ella-; para terminar más de un lustro después, cargado de penas y problemas. Pero aquel septiembre de hace ahora cuarenta años, la vida me había recompensado tanto dolor; mandándome una diosa. Una Venus maravillosa, que vivía entre nosotros; a la que podía hablar y ver a diario. Comportándome cual un tonto iluso; tal como mi hermana decía, cuando pretendía conquistarte.


Labelle:

          Me viene a la memoria los días del comienzo, después de tu llegada. Recuerdo perfectamente que os había dejado hacer vuestra vida -a ti y a Véronique- pretendiendo no molestar. Pero me impresionaba tu belleza cada vez que te veía por la casa; cuando coincidíamos en los pasillos, en las escaleras, salones o en el comedor. Tu simpatía era inigualable y tu cordialidad, de una enorme elegancia. Me encantaba ese español que hablabas, con una dulzura melosa; pronunciando las eses y las zetas de un modo curvado, doblando las comisuras de tus labios. Todavía recuerdo tu boca y la preciosa forma que tomaba, al parlar de ese modo tan pausado; con aquel “voseo” que me hacía sentir un rey. Era un castellano de Centro América, cargado de voces antiguas y sonaba en tono de “cello”; a medio pentagrama, en clave de Fa (donde se escriben las notas más bellas de la música).

         Quise conocerte, tenía que hablar contigo; y el primer fin de semana que estabas con nosotros decidí impresionarte. Me acicalé para la ocasión, vistiendo pantalón de tirantes, chaqueta, camisa a la medida y un foulard (pañuelito al cuello que ya nadie lleva). Así me preparé para recibirte a primera hora, en el comedor de diario, junto a la piscina. Allí os esperé durante largo tiempo para desayunar; aunque, cuando bajasteis vi que mi hermana no estaba muy decidida por compartir ese momento. Finalmente logré convencerla y comencé con uno de mis discursos, que de antemano había preparado.

          Empecé exponiendo que las mujeres eran como las gambas (sonreías con cara de sorpresa al oír aquello). Aunque quedaste pensativa cuando expliqué que en los camarones, el cuerpo era maravilloso; pero lo mejor estaba en la cabeza. Al igual que en el género femenino; pues para ser atractivas, debían tener una gran inteligencia; y sobre todo, una sólida cultura. Mi hermana participó en la conversación, aclarando que no sabía si me gustaban más las gambas o las mujeres; pero que a unas y a otras, las pelaba con mis frases o con mis manos (lo que te hizo reír de nuevo).

           Después te conté que iba a enseñarte París, sus monumentos y sus mejores gentes. Hablando de que pertenecía a varias tertulias; donde te llevaría, para que conocieras a la “crem de la crem” intelectual y del arte. Aunque Véronique te advirtió que mis amigos eran viejos y raros; la mitad mayores de sesenta años y la otra mitad, homosexuales. Ante lo que expliqué que no podía salir con personas de mi edad y menos con chicos; porque no me gustaba el fútbol, ni tampoco las discotecas y detestaba el rock de estadio. Así que no frecuentaba personas de veinticuatro años, ni me juntaba con compañeros de estudio; porque solo estaban interesados en bailar, tomar copas, o ver espectáculos (principalmente deportivos). Todo lo que me aburría soberanamente. Además. otros planes que hacían los jóvenes -como ir a la playa o con “hermanitas de pecar”-; ni me entretenían, ni me parecían higiénicos. Para colmo, odiaba las drogas y los oídos me crepitaban cuando entraba en una discoteca, donde no se podía ni hablar. Por lo que me juntaba solo con personas inteligentes: Viejos y homosexuales; a los que les interesaba el arte, la Historia, la Filosofía y la gran música.

           Escuchaste mis palabras con la atención de un psicoanalista; y tras ellas, aseveraste: -“¿Pero eso tiene que ser muy duro?. ¿Vivirás muy solo?”-. Ante lo que mi hermana te advirtió: -“Cuidado con Armand; es un raro y un embaucador. Tiene casi diez años menos que yo, pero es veinte más viejo. Nació mayor o en otra época...”-. ¡Cuánta razón tenía la pobre Véronique con aquello; pues si de algo he pecado, fue de pertenecer al pasado!.

          No paraba de hablarte, porque a cada una de mis frases sonreías y asentías; comentando mis ideas en tu maravilloso castellano y con esa preciosa voz. Mientras charlábamos, te sentí de cerca por vez primera. Tu boca, tus ojos, tus pómulos, tu dulzura, eran maravillosos; y me quedé en ellas. Entonces, Véronique se apercibió de que me estaba enamorando a cada una de tus palabras y gestos. Fue así, como intuyendo lo que pasaba, comenzó a comentarte que yo era un rollista y un camelador. Que tuvieras cuidado, porque siempre sucedía lo mismo con sus amigas. A las que terminaba molestando, enviando poemas o hablándoles de amor. Algo que ya me había sucedido a los diez años, con su compañera de estudios Blanche y cuando ella tenía veinte. Contándote que llevé una foto suya en mi cartera del colegio, durante meses; llorando cada vez que la veía. Aunque peor fue lo que pasó con su hermana, Amélie; también amiga de la infancia. A la que dejé decenas de poemas de amor en su bolso, mientras dormía en nuestra casa. Narrando como lo hice a escondidas y de noche; sin darme vergüenza que ella tuviera veintitrés años y yo solo trece. Por lo que la pobre Amélie estuvo meses sin volver, temiendo hacerme daño o avergonzarme.

         Pretendía así mi hermana quitarme la idea de que repitiera tales hazañas. Ante lo que me defendí, afirmando que Amélie no había regresado durante largo tiempo; porque se había enamorado de mí, a través de los poemas. Mi explicación os provocó a las dos una enorme carcajada; y quisiste tapar tu boca con una servilleta, para no mostrarme lo que te producían mis historias. Luego, diste una palmada al aire, mientras reías y me encantó ese gesto tan natural e hispano. A la vez que Véronique señalaba lo iluso que yo era; pues solo un idiota podría pensar haber conquistado a su amiga de veintitrés años, teniendo apenas trece. Tras ese momento de sarcasmo, afirmé que todo era verdad y que ella me lo había dicho, años después. Contándome que no regresó por casa durante un tiempo; debido a que cuando me veía, sentía algo que no deseaba. A lo que mi hermana apostilló: -“Claro, sentía mucho asco”-. Entonces, ya no sabías ni dónde mirar (escondiendo tu risa); ante mi cara de incredulidad y la postura que tomé, de artista incomprendido.

          Intenté salir ileso de aquel difícil paso y ganarme de nuevo tu respeto; diciendo que a partir de ese día, te íbamos a llamar “La Belle”; porque eras la belleza personificada. Entonces, Véronique añadió, que no te preocupases; que yo era un cursi profesional. Pero, te gustó aquello de “Labelle” y preguntaste el por qué del sobrenombre. Explicándote que tu persona fue lo más bonito que había entrado en esa casa, desde siempre. Volviste a sonreír y con humildad comentaste que te daba vergüenza la comparación; por la cantidad de obras de arte, cuadros y esculturas que había en el edificio. Pronto respondí: -“Eso son anticuallas; lo tuyo sí que es belleza”-. Mi hermana torció el morro al escuchar otra de mis rarezas; aunque te quedaste como “Labelle”. Tanto, que finalmente así te conocieron todos.


Las tertulias y el París de entonces:

          Creo recordar que fue un mes y medio lo que estuviste entre nosotros; cuando te enseñaba el secreto París y paseábamos por la ciudad. Te llevaba, presumiendo por doquier, haciendo ver que eras una “medio novia”. En esos días, fuimos algunas veces a casa de mi amigo François; un magnífico pintor y arquitecto que trabajó con Dalí. Tenía un palacio precioso en la Avenue Marceau; pleno de cuadros y muebles (de los siglos XV al XVIII). Donde se organizaba una reunión los domingos, a la que llamábamos “la tertulia de los sabios”. Allí me juntaba con ese genial grupo de amigos; entre los que el más joven era yo, aunque el siguiente en edad superaba los cincuenta años. A la convocatoria semanal siempre acudía el juez más famoso de Francia (del cual debo omitir su nombre); un obispo (“especializado” en confesar banqueros y ricos empresarios); François (el dueño del palacete) y yo. Luego, se sumaban periodistas, pintores, creadores y adinerados coleccionistas; para hablar de arte, historia o de negocios. Lo más divertido de esa tertulia era lo que se comentaba acerca de aquel innombrable y poderoso; al que todos llamábamos el “cerdo con lunares”. Jamás se podía mencionar su nombre (por temor a represalias); por lo que para referirse a él y a su entorno, también se podía decir “la secta de los babosos”.

          Otro de mis grupos de reunión semanal, era la “tertulia de los inmortales”. Formada por poetas y escritores de La Academia Francesa; a los que su lema dicta:À l'immortalité”. Señalando su misión; que es conservar el francés y su cultura, para que nunca muera. Ellos me llamaban “Armand-41”; dando a entender que nunca entraría en esa institución, pero que quizá -algún día- lo mereciera. Porque el asiento cuarenta y uno de la Academia, refiere a aquellos que no habiendo sido admitidos, debieron haber ocupado una silla (solo hay cuarenta representantes). Esta tertulia era itinerante y en algunas ocasiones se reunía en casa de mis padres; donde venían a disfrutar de mi piano, pero también de las buenas viandas y mejores bebidas, que ofrecía mi generoso progenitor. A ti no te gustaron mucho; porque eran petulantes, muy soberbios, sarcásticos y bastante críticos en todo. Aunque lo que sobre todo te llamó la atención, fue que el más joven superaba los setenta años. Entre ellos, destacaba la escritora con mayor fama por entonces; para la que yo componía, haciendo música sus versos. Me dijiste que quizá estaba enamorada de mí; que tuviese cuidado con esa señora tan mayor. Me encantó aquel comentario, porque observé un resquicio de celos. A lo que te respondí que no te preocupases, pues ella era del grupo de Anaïs Nin; por lo que se acercaba más a Safo que a Mesalina.

          Así, paseando de un lado a otro, te intentaba ganar; tocando el piano donde fuere, mostrando mis composiciones y pretendiendo demostrarte que con veinticuatro años, ya era un superhombre. Todo sucedió en unos días completamente felices. En los que tan solo podía hablarte y verte, pero me era suficiente. Viviendo una nueva ilusión, pensando si en algún momento lograría besarte. De ese modo, comenzaste a tener confianza conmigo; por lo que diariamente, después de cenar, te quedabas escuchando como tocaba y componía durante horas. Mis padres se asomaban al salón del piano, imaginando lo que me estaba sucediendo. Pero mi hermana, les tranquilizaba aseverando que tú eras una mujer con la cabeza sobre los hombros; y que solo suponían cosas mías. Que no se preocupasen. Aunque mi madre comenzó a repetirme: -“Armand; te veo muy animado. Antes jamás te ponías corbata para estar en casa”-. A lo que mi padre replicaba: -“Sí. Demasiado animado. Creo que lo de la corbata es porque tiene frío y anda buscando calor”-.

          Yo hacía como si no les oyese, intentando mantenerte durante horas a mi lado. Para ello, inventaba mil historias, leía cuanto podía y te narraba lo indecible. Componía nuevas piezas, te las enseñaba y tocaba pensando en ti; pretendiendo que tu corazón alguna vez no soportase mis intentos por invadirlo. Así fue como un día te acercaste hasta el piano, acariciaste las teclas, comentando: -“Tu música es como la de un ángel”-. Entonces, puse mi mano sobre la tuya; atrapándola. Pero, pronto, la retiraste; diciendo: -“Es que los ángeles no tienen sexo”-. Quedé destrozado. Tanto que quise explicarte como esa frase tenía otro sentido y se refería al tipo andrógino en la representación de aquellas figuras religiosas. Sonreíste y me preguntaste si ya estarían todos los de la casa dormidos. Te respondí que sí, con ilusión, pensando que era una idea malintencionada; tratando de saber si estábamos solos. Pero tristemente añadiste, que estabas muy cansada; así marchaste del salón dejándome meditabundo.


El recuerdo:

          Un día, decidiste irte de la casa de mis padres; algo que era natural, pero que a todos nos entristeció muchísimo. Pues el mes y medio que viviste entre nosotros, había sido una de las épocas más felices de la familia. Alquilaste un apartamento en el Barrio Latino; donde no recuerdo qué nos pasó, ni qué pudo ser. Lo que sucedió poco después, hablando allí y de pronto, “nos encontramos”. Debió de ocurrir bajo los efectos de un poco de vino y mucho atrevimiento por mi parte. Pero fuera como fuese, quedó en mi memoria para siempre, convertido en una explosión de sensaciones y una eclosión de vida.

           No sé si te diste cuenta, pero me temblaban las manos al acercarme a ti. Se me estremecía todo el cuerpo y solo con besarte, ya creí haber visitado el cielo. Hubo algo más, que no hace falta mencionar, porque tan solo lo bello y lo sublime de la vida, debe recordarse. Viniéndome a la memoria, que un día (aquel día) me regañaste por mi forma de amarte. Te levantaste, tomaste un cigarro y diste una vuelta, para mostrarte ante mí. Luego, dijiste que yo era una persona plena de complejos. Tenías razón, pero en ese momento, toda tu escena me produjo hilaridad –casi risa-. Porque era la primera vez que te vi enfadada conmigo; y bien sabía el motivo … . No, por mis complejos, sino por tus sentimientos. Fue entonces cuando me sentí vencedor y tú te viste presa; al observar cómo no atendía a tus explicaciones psicológicas, que nada podían razonar lo que había entre nosotros. Tanto fue, que me pusiste a prueba y te demostré no ser ese niño incauto que tú pensabas. Recuerdo como si fuera hoy, aquel lugar donde sucedió; en tu salón, que se hallaba en una coincidencia entre dos calles, con un gran ventanal al fondo -en esquina y de luces preciosas-.

         Mientras intentaba lograrte, me enfrenté a una psicóloga… : “Recitas un mantra”, me decías. “Besas demasiado fuerte”, añadías. “Me dejas marcas”, señalabas. “Fumas sin conciencia”, comentabas. “No puedo estar más contigo”, aseverabas. “Conozco a tus padres y esto no debe ser”, reclamabas. “Soy amiga de tu hermana y lo que hacemos no está bien”, me pedías. “No me hagas avergonzarme”, me rogabas. “No sigas, que no puedo con tu fuerza”, replicabas. “Después me veo mal y señalada”, me increpabas. Pero yo te notaba estremecerte y mi alegría era infinita; siendo todo ello, una verdadera puerta al paraíso. Unos Elíseos, en los que había entrado, aunque fue robando una Venus; llevándome una diosa de la eterna belleza, hacia mi mundo.

          Apenas duró unos días, unas horas. Pero quedaron en mí, sumidos y envueltos en una eternidad; tanto, que jamás pude borrarlos de la memoria. Teniendo por siempre presente ese hecho de haber conquistado una diosa, aunque solo por un momento. Después, me dijiste que tenía que desaparecer de tu vida; pues aquello, te provocaba malestar y hasta vergüenza -frente a los míos-. Me vi obligado a hacerlo; sin culparte, pero pensando que algún día y en algún lugar, podría hallar un ser de luz, parecido a ti. Para ese fin, jamás olvidé tu maravillosa sonrisa, tus preciosos ojos tan alegres, tu mirada inteligente y tu belleza infinita. Los tuve presentes a diario, hasta que meses después, encontré una joven que me recordaba a ti. Era Eloise, otra diosa, a la que pude conquistar gracias a las artes practicadas para intentar atraparte. Pero a ella, sí conseguí atraerla y nos hicimos novios; compartiendo todo desde ese momento. Casándonos cinco años más tarde, en una unión que hasta hoy ha sido de enorme felicidad.

          Así pues, mi querida diosa Labelle; gracias por haber existido. Gracias por haberme aguantado y gracias por haberme enseñado a encontrar una mujer maravillosa.

Armand


SOBRE ESTAS LÍNEAS: Calicromía de G. Braques (1929); el mantel verde. En recuerdo del primer desayuno contigo.

BAJO ESTAS LÍNEAS: Una diosa (como Labelle), cuidada por su esclavo. Del cartel de la Cuarta Exposición de Moda de París (1923).








Tercera carta: REGRESO AL PASADO


Querida Labelle:

          Un día más; y en cuanto el Sol cae, solo pienso en escribirte. Aunque espero que estas misivas no sean “Las mil y una noches”; pues tengo decenas de artículos preparados y he dejado todo para dar testimonio de lo que siento, tras volver a contactar contigo. No sé muy bien lo qué has vuelto a provocar en mí; pero te aseguro que paso las horas pensando en estos correos. En los que hoy he decidido darte “una clave”, porque sin ella no vas a entender nada y quizás pienses que estoy fatal de la cabeza. Comenzaré por recoger un párrafo que ayer te mandaba; cuya redacción he disfrutado enormemente, debido a que he vuelto a vivir aquellos momentos. Mis frases eran las siguientes:

         Mientras intentaba lograrte, me enfrenté a una psicóloga… : “Recitas un mantra”, me decías. “Besas demasiado fuerte”, añadías. “Me dejas marcas”, señalabas. “Fumas sin conciencia”, comentabas. “No puedo estar más contigo”, aseverabas. “Conozco a tus padres y esto no debe ser”, reclamabas. “Soy amiga de tu hermana y lo que hacemos no está bien”, me pedías. “No me hagas avergonzarme”, me rogabas. “No sigas, que no puedo con tu fuerza”, replicabas. “Después me veo mal y señalada”, me increpabas. Pero te notaba estremecerte y mi alegría era infinita; siendo todo ello para mí, una verdadera puerta al paraíso. Unos Elíseos, en los que había entrado, aunque fue robando una Venus; llevándome una diosa de la eterna belleza, hacia mi mundo.


Aquel día:

         El hecho que describo con tanto amor en el recuerdo, es ese momento en que te enfadaste conmigo; te levantaste y pude verte entera, tal como eres, en toda tu belleza. Tomaste un cigarro, lo encendiste con rabia y te dirigiste a mí, en tono adusto. Me estabas regañando por mis complejos, por mi incapacidad, por mi “extraña” forma de hacer las cosas. Pero yo no podía escucharte, tan solo miraba y te admiraba. Allí y frente a mí estabas; erguida, descubierta y maravillosa; toda tú y auténtica. Hablando como una psicóloga, de lo que ni me interesaba, ni me preocupaba; pues tan solo quería verte y amarte. Lo había conseguido. Eras la belleza hecha verdad; una figura sagrada que todos hubieran querido tener. Y por fin, estabas a mi lado. Frente a frente; tú enfadada por mi comportamiento, y yo embelesado por tu persona. Nada tan maravilloso había visto jamás. Quería llorar de alegría, mientras me regañabas por mi poco interés y por una falta de atención, en lo que se “debía hacer”… .

         Me daba igual, pues cuanto más te enojabas, mas sabía que me querías; que te había capturado y por eso te notabas perdida, con tu independencia robada. Me criticabas porque no deseabas reconocer tu derrota; ya que -sin quererlo- no pudiste evitarlo. Debido a que no hay peor prisión, que un amor vencido. Por ello, pronunciabas las primeras palabras duras hacia mí. Jamás te había oído en ese tono, porque siempre fuiste todo dulzura y esperanza. Pero tu pequeña rabia nacía de no poder aceptar lo que sucedía. Me habías amado; y yo, todavía te estaba esperando.

         Paseabas por la habitación, de un lado a otro; fumando y refunfuñando como una profesora que desea castigar al alumno. Mientras, te veía confusa; entendiendo que no podías aceptar lo que sentías. Mi alegría era eterna y no comprendía por qué necesitabas que yo te correspondiese tan a prisa. Luego, fue disminuyendo tu sermón de reproches; pasaron las horas y te calmaste. Seguimos hablando durante la noche; y al amanecer vestías un precioso traje que marcaba toda tu figura. Así, nos fuimos hacia el salón; me tenía que marchar, por no querer que me vieran volver tan tarde a casa. Miré por la gran ventana y se veían los primeros rayos de luz; era un enorme cristal que me indicaba la hora de salir del paraíso. Pero desde él, me llamaste y regresé; creíste que no iba a volver a ti. Creíste que me ibas a avergonzar; creíste que era incapaz de hacerlo. Pero no fue así. Y mientras amanecía; yo iba muriendo en tu interior, en un precioso ocaso que jamás podré olvidar. Sospeché que -quizás- no ibas a entender la importancia de este recuerdo, porque nunca te di la clave. Una llave que ocultaba por vergüenza; pues en verdad, era “casi” la primera vez que yo amaba.


El origen:

          Para explicarte todo ello, debería regresar a mis años de juventud; donde estuve enamorado de aquella compañera de conservatorio llamada Collete. Cuando empezamos a “tontear” -como se dice en español-, ella debía tener trece años y yo unos quince. Todo comenzó del modo más casual; pues vivíamos muy cerca y los dos estudiábamos en el antiguo Instituto Nacional de Música. Ella recibía clases de violonchelo y yo de piano; por lo que era normal que coincidiéramos en el Conservatorio o en los transportes. Además, por entonces era yo un deportista bastante conocido, que pertenecía al equipo olímpico de equitación; participando en concursos que se transmitían en televisión. Por lo que, cuando nos encontrábamos, siempre se me acercaba, para pedir consejos o a charlar sobre música y arte. Era una niña monísima, buena, culta y educada; vivía muy cerca y cualquiera hubiera querido tenerla como amiga.

          Collete, poco a poco, se fue convirtiendo en una adolescente preciosa y sucedió el día en que la suerte nos hizo coincidir. Fue en la Opera de París, en un concierto de Daniel Baremboim. Yo iba con Gerard, mi gran amigo de la infancia; quien al sentarnos en nuestra butaca, se percató de que justo delante estaba ella. Aunque, antes de que la advirtiéramos; se dio la vuelta y nos saludó como si no supiera que estábamos detrás. Era evidente que nos había visto entrar y esperó para girarse, simulando que nos miraba casualmente; por lo que nos hizo gracia su actitud. Al salir del recital, Gerard me advirtió de que esa niña estaba enamorada de mí; circunstancia que yo le negué. Pese a lo que días después, quise hacer una prueba. Era un método que yo usaba para testar sentimientos y que en ocasiones me costó alguna bofetada, propinada por chicas que se veían ofendidas. Consistía en pedirles que cerrasen los ojos y que así recordasen mi cara. Luego, les preguntaba si habían podido figurar mi rostro bien; sin verme. Finalmente, fuera cual fuese la respuesta; yo añadía que ello significaba que estaban enamoradas de mí. Tanto si habían memorizado mis facciones, o no.

         De ese modo se lo dije a Collete, que cerrando los ojos durante unos minutos; advirtió que no podía recordarme bien. Acto seguido, le aseveré que ello se debía a que yo le encantaba. Momento en que comenzó a ruborizarse y a sentirse fatal. Me advirtió que se veía humillada y que aquello era horrible. Que no podía entender dónde había aprendido esas artes tan hábiles, que le provocaban tanto dolor. Casi lloraba. Tuve que pedirla perdón, mientras la devolvía a su casa; rogando que me disculpase. No pude dormir en toda la noche, pensando que le había hecho muchísimo daño. Por lo que al día siguiente me fui a una floristería y pedí que le enviasen doce docenas de rosas, de todos los colores. Pagué los ramos y le incluí una tarjeta donde ponía: -“Yo tampoco he podido recordar tu cara; pero esto que ves, es lo que siento al pensar en ella”-.

         Esa tarde recibí su llamada de teléfono; estaba exultante y gritaba: -“Eres un loco; un loco. Tenemos la casa llena de rosas. Mi madre ha tenido que usar tres bañeras, porque no cabían en ningún sitio. ¡Qué simpático eres!. De verdad, me encantas”-. Así fue como ella pensó que era mi novia y yo no pude negarme. Ni sabía de quien era hija, ni conocía a su familia. Solo tenía claro que vivía en el Quai D´Orsay (muy cerca de mis padres) y que estudiaba violonchelo en el conservatorio. Aunque, con el tiempo, me dijeron que era la primogénita de una persona de enorme importancia; considerado la mano derecha del hombre más poderoso de Europa. Un hecho que comenzaba a complicar nuestra relación; porque en mi casa llamábamos a ese amigo de su padre tan relevante: “el cerdo con lunares”.

         Pese a ello, al principio, su familia no hizo mucho caso de mi presencia; siquiera yo mismo me consideraba atado de ningún modo a ella. Lo que la llevaba a seguirme como una mascota y a ser la mas dulce entre las anegadas. Era todo fijación y admiración hacia mí; asistiendo a mis conciertos de piano y a los concursos de hípica, haciendo ver que era su novio. Yo, me dejaba querer... . Pero fue entonces cuando mi gran compañero Gerard decidió unirse a la íntima amiga de Collete, cambiando absolutamente nuestra relación. Pues desde ese momento, salíamos los cuatro juntos, disfrutábamos de todo unidos y solo hablábamos o soñábamos con nuestras novias. Así comencé admirarla, a besarla y a saber lo que era el amor; tanto, que en pocos meses no podía vivir sin ella.

           La quise muchísimo, pero toda nuestra relación fue viciándose por extraños y ajenos. Primero, por sus padres, a quienes yo no gustaba. Más tarde, por los amigos y gentes de París; que en su mayoría la deseaban, como novia o como nuera. Ya que era una de las grandes bellezas, de una familia muy destacada y una buena persona. Pero sobre todo, se multiplicaron los problemas sociales y religiosos, que nos torturaban. Uno de ellos, debido a que sus progenitores la obligaban a confesarse; por lo que el cura le preguntaba sobre sus relaciones conmigo... .

         Lo que te comento era terrible, pues a sus dieciséis años contó en confesión lo que a veces hacíamos y recibió una reprimenda (aunque aquello solo fueran besos). Por lo demás, yo no iba a misa y fui adquiriendo muy mal concepto de todo lo que le sucedía, por mi forma de pensar. Considerando que preguntar a una menor sobre su vida sexual (sin presencia de sus tutores), debía tipificarse como un delito; y no ser una obligación religiosa. Todo ello, creó un conglomerado de causas, que nos fueron separando y que me obligaron a no tocarla. Ya que me pedía que lo “dejásemos” para después del matrimonio. Tenía yo dieciocho años cuando surgió este problema y ella había cumplido los dieciséis. En verdad, he de decirte, que se necesita amar mucho para después de dos años juntos, afrontar esta situación. Conservando gran temple para tan solo besarla en la cara; evitando que volviera a llorar, al sentirse culpable.

        Pero los problemas no acabaron con el trámite del confesionario. Sino, además, Collete me reprochaba mi inexperiencia; algo que me sentaba fatal y me hacía sentirme del género infrahumano. Llegó a advertirme que lo mejor es que estudiara un poco sobre “el amor”; debido a mi falta de artes. Evidentemente, apenas sabía nada; ella había sido la primera, no me había ido con otra, ni pensaba en engañarla. Por lo que le pregunté dónde podía cursar esos “estudios” sin que se sintiera mal. Se reía al oírme, pero el verano en que yo cumplía los dieciocho años, me dio un salvoconducto; para que me pusiera un poco al día, durante esos tres meses. Diciendo que tomase unos cursillos acelerados... . Ante lo que le advertí, que solo lo haría con alguien que realmente me gustase; por amor y nunca con una desconocida. Explicando que eso suponía un riesgo para nuestra relación; porque podía terminarse (marchándome con la otra). A ella no le preocupó mucho; lo que me dejó pensativo. Comencé entonces a dudar si realmente seguía enamorada de mí; como en verdad, lo estuvo antes.


Cursillos de amor:

       Fue en ese verano, en que cumplí los dieciocho años, cuando mi padre decidió mandarme a Berlín a estudiar. En el curso siguiente comenzaba mi carrera de Económicas en París y él pensaba que después podría hacer un doctorado en Alemania. A ello se unía mi afición al piano, por lo que me envió durante julio y agosto a la universidad de la capital teutona. Allí decidí estudiar alemán, pero sobre todo, ampliar mis conocimientos sobre el amor; para que Collete no volviera a suspenderme. Fui con dos compañeros de colegio, que se tomaban muy en serio la vida y consideraban que lo de tocar el piano era una actividad poco recomendable (nada lucrativa). Porque ellos solo deseaban prepararse, relacionarse, tener éxito y ganar dinero.

       Al llegar a la universidad alemana advertí a mis amigos que yo no venía muy interesado en el idioma, sino en hacer un máster de “amor”; porque me veía poco experimentado. Se rieron y preguntaron con quién iba a estudiar esa disciplina. Les respondí que ya había elegido candidata y que mi preparadora sería la guapa Renatta (de Turín). Ante tal afirmación, soltaron una carcajada, porque la mencionada turinesa era la más codiciada y perseguida del Campus; por su belleza y su gran atractivo. Se trataba de una preciosa italiana, rubia, de ojos azules y rasgos inconfundibles; que había terminado arte dramático. Debido a su parecido con la actriz Sydne Rome, cuando paseábamos por las calles berlinesas, nos paraban para pedirle autógrafos. Por todo ello, mis dos compañeros afirmaban que estaba perdiendo el tiempo y que me iba a ser imposible hacer nada con ella. Además, Renatta tenía veinticuatro años y nosotros seis menos; así que mejor sería buscar un “genero” más normal y accesible (como los dos hicieron).

         Pero no me rendí y cité a Renatta para cenar, invitándola primero a oír mi piano. Vino con dos amigas, nada agraciadas; como siempre hacen las muy guapas, en un primer encuentro. Tan poco atractivas eran las acompañantes; que me fue imposible lograr la ayuda de mis amigos, para que se las llevasen a pasear. Pese a ello, no tuve problemas para congeniar con todas y entretenerlas; invitándolas a un restaurante -después de ofrecer un pequeño concierto, en el salón de actos de la universidad-. Al final, sucedió lo que yo esperaba: Las amigas se retiraron y me quedé solo con Renatta. Fue la primera cita y todo terminó correctamente; pues en aquellos tiempos, cuando se conocía a una chica que te interesaba, solo se debía: hablar, comentar su belleza, cambiar impresiones y quedar para otro día.

         Fue así como me gané la confianza de aquella bellísima turinesa, que en pocas semanas me enseñó mucho italiano; tras diversas prácticas de lengua. Mis compañeros franceses no podían dar crédito a lo que veían, ante lo que tuve que explicar que para eso servía el piano y saber componer música. Haciéndoles comprender que no todo lo que parece rentable es útil; y viceversa. Porque gracias a mis dotes musicales, tenía a Renatta al lado del piano; durante las cuatro o cinco horas de prácticas diarias. Siendo así como comenzamos un idilio, aunque antes de besarla me advirtió de que tenía novio; momento en que sentí vergüenza, al ocultarle que me sucedía lo mismo. Pasaron los días y creí que ya había encontrado la persona con la cual realizar mi “máster” en amor. Por lo que una noche, al dejarla en su casa; le pedí subir a la habitación. Me dio su aprobación, obligándome antes a prometerle una relación estable. Necesitando llamar a Italia, para que su novio no viniera a recogerla en unos días (durante la graduación). Ya que al finalizar del curso tenía pensado regresar con él, en coche.

          Me quedé confuso, preocupado y muy disgustado. Lo primero que me vino a la mente fue preguntar cómo íbamos a tener una relación estable, si ella vivía en Turín y yo en París. En ese momento aseguró que sería capaz de trasladarse junto a mí; que pediría trabajar en teatros de Francia o donde fuera posible, viniendo a mi lado (comentando tener medios para conseguirlo). Me invadió la vergüenza; no pude seguir engañándola y le dije la verdad: Yo también tenía novia. Aún recuerdo la cara de Renatta en ese momento. Sus preciosos ojos azules se llenaron de lágrimas y me preguntó por qué había hecho eso. Le pedí perdón, casi de rodillas; le expliqué lo que me sucedía, que era muy inexperto y tenía que aprender a amar. Comenzó a llorar y a insultarme en italiano; me decía que me fuera con una puta. Con mi madre, que era lo que necesitaba; una puta como mi madre. La abracé con todo mi cariño, mientras me golpeaba en el pecho. No me dejaba que la tocase, se puso realmente violenta; mientras yo le pedía perdón y le rogaba que me entendiese. Pero ella solo lloraba, repitiendo: -“Vete con tu madre, con una puta como ella. ¡No quiero verte más!”-.

         Así regresé junto a mis compañeros, a los que casi nada dije; porque me sentía avergonzado. Al día siguiente, me notaban raro y cuando se preocuparon por mí, tan solo les comenté que el novio de Renatta vendría a la graduación (la semana siguiente) y que yo debía tocar el piano en esa ceremonia. Comprendieron que era un mal trago y dejaron de preguntarme por ella. Pero lo peor vino en la referida celebración, pues la turinesa decidió prepararme una encerrona. De tal modo asistió al acto, junto a sus amigas de piso y con su novio (recién llegado de Italia). Toqué allí como pude, cerrando los ojos para no verla; y al terminar, ella se acercó al escenario para presentarme al tal Marcello. Era un hombre de aspecto extraño; con poco pelo y que parecía doblarme en edad (debía tener unos treinta y cinco años). Extendió su mano, me dio la enhorabuena por mi interpretación y por las obras que presenté. Yo no sabía donde meterme y viéndome rodeado por las amigas de Renatta, les advertí que me estaban esperando y de ese modo me fui a toda prisa del salón de actos.

          No asistí a la entrega de diplomas y estuve escondido un par de días en mi habitación, esperando que ella regresara a su Italia natal. Cuando salí a los comedores de la universidad, me encontré a una de sus compañeras, que me dijo en el italiano más duro y con un tono cuasi mafioso: -“Además de traidor; cobarde. La has engañado y luego te has escapado”-. Para terminar este triste episodio de mi vida diré que algo me enseñó la pobre Renatta. Al comprobar que en la Europa de entonces, en una relación de parejas jóvenes; el que más amaba, más sufría. Y posiblemente, perdería. Algo que poco más tarde me sucedió. Por lo demás, la bella turinesa llegó a ser famosa como actriz; y he seguido su trayectoria profesional, sin atreverme a contactar con ella (por motivos evidentes). Pudiendo aseverar que sigue siendo una mujer atractivísima; con los setenta ya cumplidos -era seis años mayor que yo-. Imaginando que Renatta también habrá visto en las redes mis conciertos y obras; pero que jamás querrá volver a hablar conmigo (lo que entiendo).


Continué con infidelidades y me descubrieron:

          Unos días más tarde, regresaba en el avión hacia París, pensando que era yo el hombre más asqueroso de la Tierra (tras haberme portado tan mal en Alemania). Aunque al pisar suelo francés, se me quitaron todos los remordimientos; cosas de juventud, que tiende a la poca memoria. Estábamos a comienzos de septiembre y Collete todavía no había venido de vacaciones. Por lo que tuve otra “feliz idea”, para completar los “estudios inacabados”. Esta vez se me ocurrió contactar con la primera chica que me besó; al saber que pocos meses antes la había abandonado el novio. Era la hija de unos grandes amigos de mis padres, con los que a veces pasaba las vacaciones de Navidad y de Semana Santa. En cuya casa, un día de Jueves Santo, recibí el primer beso en la boca. Tenía catorce años y me había tumbado en un sofá, para ver la televisión. Entonces se acercó la niña mayor de esa familia (de casi mi edad) y poniendo la cara sobre mí, dijo: - “¿Desde aquí se te ve guapísimo?”-. Me ruboricé; estaba totalmente colorado, sin saber qué hacer. Pero, pronto, ella me preguntó si quería un regalo; a lo que asentí con la cabeza. Por lo que antes de darme cuenta, ya me había besado. Todavía recuerdo aquella sensación y la tremenda implosión que me produjeron sus labios, posándose lentamente en mi boca. Hasta entonces, no conocía lo que era sentir el espíritu femenino; ni menos, lo que esa chica me quería. Así fue como comenzó un idilio que duraría pocos días; porque pronto sus padres nos encontraron besándonos en el mismo sofá. Al vernos, compraron un billete de tren y me devolvieron a mi casa; tras advertir a mis progenitores que yo había intentado pervertir a su prole... .

         Por todo cuanto relato, debiendo seguir con mis “cursillos de amor”, ese verano en que yo cumplí los dieciocho años. Se me ocurrió telefonear a la referida amiga, del beso inicial. Que recibió mi llamada con mucho cariño. La invité a cenar en París y después de beber varios vinos, le pregunté si le apetecía ser la primera; otra vez... . Le dio la risa y le pareció muy divertido; pensando que quizás así, podría recuperar “mi amistad”. De ese modo nos fuimos a un lugar donde yo había preparado una habitación, con tocadiscos y etc.. Pero aquello fue como montar en tranvía. Solo había movimiento y ninguna emoción (al menos por mi parte); debido a que la pobre, no me gustaba nada. Terminé por respeto a ella; hablamos durante largo tiempo y al salir de esa experiencia, me dije que jamás lo haría con una mujer de la que no estuviese totalmente enamorado. Porque de otra forma, me daba hasta asco de mí mismo.

         Pasaron los días, regresó Collete de vacaciones y le conté que seguía tan inexperto como siempre. Ante lo que ella se rio, comentando que los incautos nacen y viven en la inopia. Pero -tristemente- mi amigo Gerard se había enterado de todo lo sucedido. Lo de Alemania, a través de amigos comunes; y lo de la chica del beso inicial, porque cometí la indiscreción de comentárselo. Debió de parecerle muy divertido y narró las historias a su novia; íntima amiga de la mía. Por lo que pronto Collete lo supo. Su actitud conmigo, empezó a cambiar; principalmente cuando tuve que admitir la verdad. Le hablé de Renatta y reconocí que también había tenido otra relación con una antigua amiga. Me preguntó por qué; y contesté que ella misma me había acusado de inexperto, dándome permiso para estudiar las artes del amor. Matizó que la expresión “estudiar”, no se refería a eso... . No sé entonces qué podía indicar aquel consejo de ponerme al día en las prácticas “amatorias”. Lloraba y me aseguraba que le había traicionado. No era verdad, lo hice por ella. Finalmente, quiso saber si me había enamorado de la italiana. Respondí que -“un poco”-; era verdad y Renatta lo merecía. Su llanto no paraba y me vi obligado a irme del lugar donde estábamos; porque todos nos miraban. Fue el principio del fin. Tristemente todo ello me llevó a enfadarme con Gerard; mi gran compañero de la infancia. Me peleé con él definitivamente y la siguiente vez que le vi, fue en su ataúd; porque murió unos años después.

         Este último hecho que narro, fue una de la situaciones más duras que viví durante mi juventud; debido a que Gerard y yo éramos “uña y carne” -como se dice en un buen castellano-. Inseparables desde nuestra niñez; estuvimos doce años juntos en aquel colegio donde nuestros padres se empeñaron en llevarnos. Digo “se empeñaron”, porque ellos pensaban que allí nos relacionaríamos con lo mejor de París; ya que en ese centro estudiaban los hijos de los más poderosos, ricos y famosos de Francia. Pese a todo, ni los progenitores de Gerard, ni los míos; se habían parado a pensar que no era un buen lugar para educar a quienes pertenecían a familias de profesionales libres y de prestigio. Porque para los millonarios, los aristócratas o los poderosos; lo más importante era el dinero, relacionarse, destacar socialmente y crear un vínculo cerrado (basado en la amistad o en familias de endogamia). Sin valorar prácticamente la cultura, el estudio y las costumbres de disciplina. Así pues; muchos de los niños allí matriculados, vivían en una situación de cuasi abandono emocional. Sometidos normalmente a un gran vacío de hogar; educados por las personas del servicio doméstico y sin que nadie se ocupase de ellos. Ya que apenas había quienes les dieran cariño en su casa; bien por una mala situación matrimonial, o porque sus padres eran tan importantes, que no podían atenderles.

          Debido a ello, mi amistad con Gerard había sido sagrada desde los cuatro años; uniéndonos más cuando se hizo novio de la mejor amiga de Collete. Aunque llegó el día en que encontró muy divertido comentar mis amoríos de aquel verano; lo que me perjudicó enormemente. Después de eso; todo fueron reproches de un lado y de otro. Situación que reventó una noche en que bebimos demasiado. Ya que nos encantaba realizar lo que llamábamos cónclaves de creatividad. Consistentes en reunirnos los dos, tomar bastante vino y mientras yo componía o interpretaba música; él escribía versos, que leía a los asistentes. En ocasiones no venía nadie a aquellos “cónclaves”. Un día en que estábamos solos, después de habernos emborrachado; comenzamos a discutir por su chivatazo sobre lo del verano. Él aseveró que yo me había comportado como un cerdo con Collete. Yo advertí que el único marrano, era quien había hecho llegar la noticia a mi novia. Así comenzó una discusión en la que a Gerard se le fue la mano y empezó a golpearme; sin lograr que yo contestase a sus agresiones. Después, cuando acabó con sus puñetazos; me quité la sangre de la cara con la mano y le dije que saliera de mi casa, para no volver jamás. Así se marchó mi gran amigo y tristemente nunca más le volví a ver. Pues meses más tarde, yo me fui al ejército; y dos años después, él murió en un accidente.

         Dejo aquí este tercer correo, porque ya he logrado que el sueño venga a mí. Son las seis y veo como amanece en un nuevo día laborable. Mañana seguiré con el relato.

Un beso

Armand.



SOBRE Y JUNTO ESTAS LÍNEAS:
Dos imágenes de Sydne Rome, que tanto se parecía a mi “novieta” de Berlín. La mencionada Renatta, que también se dedicaba al arte dramático; actualmente sigue siendo una famosa actriz en Italia.





BAJO ESTAS LÍNEAS: Mujer; en litografía de G. Bola (1913).








Cuarta carta: LO FATAL


Querida Labelle:

          De nuevo, en cuanto se pone el Sol, solo pienso en escribirte, necesitando comunicar contigo. A veces he pensado en pedirte que a una determinada hora de la noche, mirases a la Luna; porque en ese momento yo también la estaría observando. Intentando saber qué me dice su luz sobre ti; lo que tendría un gran misterio, al verla yo desde Europa y tú desde América (salvando las horas de diferencia). Así querría observar una noche esa luminosidad, para comprender los distintos cauces que tomaron nuestras vidas, la lejanía en la que hemos vivido durante cuarenta años y por qué siempre estuvimos tan unidos. Todo, pese a nuestra diferencia de edad, que como la de horarios, significa que cada uno pertenece a un continente. Solo eso, porque desde que te vi por vez primera, comprendí que me iba a enamorar perdidamente. Fue algo inevitable; aunque nadie lo comprendiese. Pero yo te lo explicaba muy bien, narrando que nuestros cuerpos están formados por átomos cósmicos. De tal manera, los seres humanos y cuanto hay en el Universo, nacen desde los cuerpos celestes, hasta llegar a convertirse en lo que somos. Así pues, mi teoría sobre el enamoramiento, explicaba que cuando dos personas no podían evitarse; se debía a que gran parte de su ser, eran átomos comunes y procedían de una misma estrella. Te reías muchísimo de esa idea y me tildabas de cursi. Lo que en verdad soy y me gusta ser; porque nada hay mas cursi que la gran música, haciéndonos llorar a todos.


Regresaré a ese día:

          Previamente a seguir narrando lo que me sucedió antes de conocerte; desearía volver a aquel último momento en que tuvimos contacto. Una noche que en la carta anterior describía del siguiente modo (literalmente):

           Paseabas por la habitación, de un lado a otro; fumando y refunfuñando como una profesora que desea castigar al alumno. Mientras, te veía confusa; entendiendo que no podías aceptar lo sucedido. Mi alegría era eterna y no comprendía por qué necesitabas tanto que yo te correspondiese tan a prisa. Luego, fue disminuyendo tu sermón de reproches; pasaron las horas y te calmaste. Seguimos hablando durante la noche; y al amanecer vestías un precioso traje que marcaba toda tu figura. Así, nos fuimos hacia el salón; porque me tenía que marchar por no querer que me vieran volver tan tarde a casa . Miré por la gran ventana y se veían los primeros rayos de luz; era un enorme cristal que me indicaba la hora de salir del paraíso. Pero desde él, me llamaste y regresé; creíste que no iba a volver a ti. Creíste que me ibas a avergonzar; creíste que era incapaz de hacerlo. Pero no fue así. Y mientras amanecía; yo iba muriendo en tu interior, en un precioso ocaso que jamás podré olvidar. Sospeché que quizá no ibas a entender la importancia de este recuerdo, porque nunca te di la clave. Una llave que ocultaba por vergüenza; pues en verdad, era “casi” la primera vez que yo amaba.

             Hablaba en el párrafo anterior, sobre lo que pasó el día en que nos encontramos (solo una vez y por casualidad). Sin llegar a entender, por qué después quisiste enfadarte. Lo que para mí solo tuvo una explicación: No podías admitir lo que te sucedía. Me regañabas, uniendo frases aprendidas en los libros de psicología; profiriendo una verborrea que me provocaba risa e ilusión. Divirtiéndome verte así, porque aquello era fruto de lo inevitable; de que no me podías negar. Pero querías hacerlo, como siempre ocurre con quienes se sienten peligrosamente atraídos por una idea o una persona. Hubo un momento, en que yo te pregunté si no te gustaba estar conmigo. Me miraste, y con ojos cristalinos dijiste: -“Armand, tienes una calidez en el cuerpo, que nunca había conocido”-. Entonces comprendí que estabas atrapada, porque entendía perfectamente lo que expresabas. Siendo lo mismo que sentí cuando Collete me dejó abrazarla, al descubierto. Fueron muy pocas veces; tres o cuatro; quizás menos... . Ocurrió siempre antes de que la obligasen a confesar en la iglesia; es decir, era menor de diecisiete años. De esto hace casi seis décadas, pero aún recuerdo la sensación de aquella calidez, absolutamente blanca. La misma que expresaban tus ojos brillantes, cuando hablabas de las sensaciones con mi cuerpo.

            Volviste repetirlo, como intentando pedirme disculpas; y para ello tuviste que encender otro cigarrillo. Recuerdo hasta la marca que fumabas; era Winston Lights y me culpabas porque me gustaba el tabaco fuerte (los Gitanes). Replicando que yo hacía las cosas sin consciencia y jugándome la salud. Luego, intenté que vinieras; deseaba abrazarte, pero no quisiste y te marchaste de mi lado. Te fuiste a otra habitación y apareciste con un precioso traje muy ceñido, que marcaba enteramente tu maravillosa figura. Creo recordar que tenía un tono gris o beige. No lo sé bien, porque estaba cerrada la noche y habías creado un ambiente de penumbra, para evitar nuestra vergüenza. Cuando te vi entrar tan majestuosamente vestida, comprendí que ya no volverías a mí. Al menos ese día. Pero no fue así y al nacer el Sol, mientras me acercaba a ver la luz del amanecer, tú me la entregaste. Levantando toda tu alma, te descubriste para que yo muriera al verte; pero ya no podía abrazarte. Permanecías con aquel traje. Solo mostrabas el deseo de observar mi intención. Solo entregabas una parte de ti. En una prueba de fuego y en un intento por ver si de verdad estaba loco de amor. Y tuviste la certeza, porque no hubo duda. Aunque, simplemente te diste a medias y no pude ya abrazarte nunca más y verdadera. Entonces, pensé: -”No me deja tocarla, porque ejerzo un enorme poder... . Me teme”-. Y con esa ilusión del idiota, partí. Me fui de tu vida y de ti; en la única y última vez que pudimos unirnos. Marché de tu casa sin querer mirar hacia atrás. Porque sabía que me observabas por la ventana; por esa ventana que usaste para derrotarme. Aunque salí sin girarme, para que no supieras que me iba llorando; porque quise ocultar mi dolor, al intuir que quizá nunca más te tendría.

           Amiga Labelle, pese a que solo fueron unas horas, un día y una ilusión; no sabes lo que aquello supuso para mí. Curaste mi alma y me diste luz de guía para salir de aquel mundo en que yo viví; pleno de miserias y desgracias. A lo que se unieron los infortunios que sucedieron después de cumplir los dieciocho años. Debido a que, desde entonces; todo fueron problemas, malos tragos y zancadillas. Te contaré un poco más, siguiendo donde lo habíamos dejado en la carta anterior. Cuando me enfadé con Gerard, porque mi novia había descubierto mis infidelidades.


La ruptura:

            Mi situación frente a la familia de Collete empeoró mucho cuando cumplí los dieciocho años; pues debieron pensar que entonces podríamos entablar una relación que terminase en matrimonio. Deseaban una persona de mejor familia y más cercana al “cerdo con lunares”; que ellos tanto veneraban. Todo llevó a que -gradualmente- la impidieran salir conmigo; llegando a aplicarle correctivos, para que no continuase con la relación . Por lo que un día narré la verdad en mi casa y me aconsejaron dejarla; o -al menos- hacer que nos peleábamos, para que no tuviese más problemas. Ya que sus progenitores habían decidido enviarla a un internado de alta disciplina, en Inglaterra. De tal modo, “montamos” una supuesta pelea, haciendo ver que rompíamos; y tras aquella pantomima, comenzamos a vernos en secreto.

             Así empezamos una terrible andadura, que comenzó con su Puesta de Largo; porque nada más enterarse sus padres de que habíamos roto, decidieron dar una gran fiesta, para presentarla a nuevos pretendientes. Tristemente, a ese evento fueron invitados gran parte de mis amigos del colegio (los hijos de ricos o famosos de París); y casi todos asistieron. No solo eso, sino que durante la celebración, se acercaban a mi casa para narrarme como iba “aquello” y a tomarse una copa más, aprovechando la proximidad… . Por entonces comprendí la miseria de la gente de la Alta Sociedad; pues muchos de los que yo creí amigos, realmente se alegraban de lo ocurrido, ya que les permitía optar a esa “novia”. Otros tantos, comprendían a los padres de Collete; considerando normal que me repudiasen esos señores tan importantes y tan amigos del “cerdo con lunares”. Pero lo peor, era ver cómo aquellos que antes querían acercarse a mí; por ser su novio. Al saber que estaba enfrentado con esa familia tan poderosa, me huían. Pese a que muchos, habían estado día y noche viviendo y disfrutando en casa de mis padres; donde se recibía bien a todos.

            Con la falsa ruptura, logramos -al menos- que no la enviasen a un internado disciplinario en Inglaterra; y el siguiente año transcurrió con cierta normalidad. Añado “cierta” porque siempre debíamos vernos en secreto; lo que era más o menos fácil, por la proximidad del lugar donde vivíamos. Aunque lo peor, es que ella necesitaba mentir a diario, haciendo ver que tenía otros pretendientes. Harto estaba yo de ir a buscarla en la puerta de fiestas o de discotecas, donde asistía con esos chicos, simulando ante su familia que eran “candidatos a noviazgo”. Solo así podíamos estar juntos, después de que ella dejase a la persona con la que había salido de su casa. Necesitando Collete contar al siguiente día (entre los de su familia), las anécdotas o sucedidos en la jornada anterior; con los supuestos novietes. De ese modo, los viernes y sábados; hacia las doce de la noche yo la recogía en mi coche, haciéndome pasar por un pariente, logrando estar el resto de la velada juntos. Pero siempre, donde nadie nos viera. Por lo que ella necesitaba viajar tumbada en el asiento trasero, para que sus familiares no nos descubriesen (ya que vivíamos muy cerca).


Una relación secreta:

             La toxicidad de todo cuanto vivíamos era terrible y nuestro noviazgo se fue convirtiendo en algo infernal. Nos teníamos que esconder continuamente y ella debía simular que le requerían varios “pretendientes”. Aquello se hacía más difícil porque París era “muy pequeño” por entonces y nos podían encontrar en cualquier lugar. Debido a lo que solo podíamos ir al campo, a pasear; estar en casa de mis padres o en el palacio de mi amigo, el pintor François (donde nos acogía conociendo lo que pasaba). Siempre viajando ella escondida en el coche, para que nadie nos viera. Pero los padres comenzaron a sospechar que seguíamos juntos y el curso siguiente decidieron mandarla a Inglaterra. Un viaje planeado para separarnos y en el que Collete ya decidió dejarme, haciéndolo muy mal. Pues ante el temor de que yo hablase con su familia, prefirió tener otro novio, sin comunicarme nada. Siquiera me dijo que había vuelto a París; cuando un día me encontré a su hermano y me enteré de lo que sucedía. No lo quise creer, aunque fue verdad y así se acabó todo, después de más de un lustro.

            Tras aquello, se me vino el Mundo encima. Aún no había cumplido los veintiún años y estaba en tercero de Económicas, una carrera que tan solo había elegido para presentarme a unas oposiciones y casarme con ella. Para colmo, mis amigos renegaban de mí; habida cuenta que el padre de Collete era una de las personas más poderosas de Francia y la más cercana al “cerdo con lunares”. Pero lo peor fue, que no hice caso a las advertencias sobre la peligrosidad de enfrentarme a su progenitor; cuando todos me recomendaron que no me pelease con él. Y yo, ni tuve cuidado, ni quise tenerlo. Pues a mí lo que me interesaba era esa niña y poco me importaba que fuese hija del mejor amigo del “cerdo con lunares”; o si su “papá” se trataba del hombre con las mayores relaciones de Francia.

             Así me hallé mas solo que la una, estudiando una carrera que no me gustaba y con unos amigos más traidores que Judas en Semana Santa. Todo, en la putrefacta Alta Sociedad de París y durante esos años de juventud. Porque en su mayoría entendían y apoyaban cuanto habían hecho con nosotros. Al considerarme “muy poco pollo, para tanto arroz”; como se suele decir en los pueblos. Esto que te narro, ocurrió a mis veinte años (el mes de marzo); momento en que me costaba sobremanera estudiar y concentrarme. Por lo que decidí tocar el piano a todas horas del día y dedicarme a componer (lo que verdaderamente me gustaba). Llegó el fin de curso y no lo aprobé enteramente (como era lo normal en mí). Por lo sucedido, decidí no presentarme en septiembre a las dos asignaturas suspendidas; marchándome así al Servicio Militar, que por entonces era obligatorio en Francia y duraba al menos diez meses.


Ejército y cambio de planes:

           Por cuanto antes he descrito, decidí hacer La Mili en ese verano, al cumplir los veintiún años; para olvidarlo todo. Mi destino fue Alemania; lo que resultó un milagro. Pues allí logré codearme con los mejores pianistas y artistas del momento; quienes consideraron muy buenas mis composiciones. Teniendo un gran éxito en Leipizig con mi música. Tal fue mi suceso, que finalmente pedí una prórroga de cinco meses más (un reenganche); para evitar volver a París y encontrarme casualmente con Collete. Asimismo, en esos días creció mi interés por la Historia Antigua y comencé a estudiar sobre Economía de la protohistoria, cuantas horas me sobraban al día en el ejército (que eran muchas). Fue entonces cuando empecé a publicar artículos en periódicos y presenté mis obras musicales. Por lo que el piano y la Historia, se convirtieron en mi gran refugio; donde pude salvar el mal trago que vivía.

            Pero después de esos quince meses, a finales del año en que cumplí los veintidós, regresé a París. Donde, al volver, dije a mi padre que ya no quería trabajar en un banco o en una empresa (como ellos pretendían). Sino, dedicarme a la Historia de la Economía; deseando preparar una tesina sobre el sistema monetario en la Antigüedad más remota. Le pareció muy interesante y comencé a redactarla, para entrar como interino entre el profesorado. En cuatro meses ya tenía el "paper" inicial preparado; ya que había estado recogiendo infinidad de datos arqueológicos en Alemania (durante el año y medio que permanecí allí destinado). Escribí un primer estudio -de unas 300 páginas- que fotocopié y encuaderné, sin tramitarlo en Propiedad intelectual (al no darle importancia, por ser un planteamiento inicial). Lo leyeron varios especialistas de prestigio y lo consideraron magnífico (literalmente), por cuanto decidieron enviarlo a varias universidades. Pero muy pronto lo encontré plagiado; con sus ideas refritas y con su planteamiento totalmente copiado. Lo que supuso un enorme disgusto para mí.


Accidente en la piscina de casa:

            Este fue otro de los episodios más tristes y duros que viví en ese tiempo de juventud. Un hecho que me marcó por entonces y que todavía no se ha borrado de mi mente. Sucedió a finales de junio y a mis veintitrés años. Recuerdo todo, debido a su tragedia. Esa tarde, llegaron a nuestra casa unos primos de mi madre; jóvenes y muy queridos. Venían con tres hijos pequeños; de siete, cinco y cuatro años (aproximadamente). El menor, en un momento desapareció; la madre lo perdió de vista y nadie lo encontraba. Comenzamos a buscarlo por todo el edificio y por el jardín, pero no había forma de hallarlo.

           Tras un cuarto de hora sin saber nada del niño, una de las filipinas -que trabajaba en casa como cocinera- comenzó a decir: “I have a feeling; I have a feeling”. Así, gritando, se quedó junto a la piscina, que estaba totalmente verde y sucia (todavía sin preparar para el verano). No le hicimos mucho caso a esa mujer. Pero viendo que comenzaba a entrar en una crisis de histeria; el padre del niño y yo, nos fuimos hacia ella (para calmarla). En ese mismo momento, apareció el pequeño flotando entre las aguas, con la fuerza de una boya que emerge; teniendo el rostro y cuerpo completamente deformados (por el ahogamiento). No me dio tiempo a tirarme, porque el progenitor saltó en décimas de segundo a la piscina y sacó a su hijo de allí. Estaba prácticamente muerto y vomitaba sangre; lo llevamos al hospital, pero ya no hubo nada que hacer.

              Yo pude enfrentarme bien a la situación, debido a que poco antes, había estado quince meses en el ejército (en un destino con misiones de peligro). Pero mi madre, mi hermana Véronique y las personas que trabajaban en casa; tuvieron que recibir asistencia médica. Entre nosotros, jamás se hablaba del accidente; y mi progenitora tardó meses en salir a esa zona del jardín. Ella no volvió a entrar en la piscina y para mí fue ya muy difícil bañarme allí. Lo mismo sucedía a mi hermana, que a veces recordaba el triste episodio; aunque nunca lo contó a los ajenos. Menos, a quienes venían a nadar; para no generar un mal recuerdo.


Boda de Collete, pocos meses más tarde:

              Pasó el verano y recibí una llamada extrañísima de mi exnovia, pidiéndome hablar de nuevo. Me vino a recoger en su coche y allí comenzó a hacerme preguntas sobre mi vida, mis estudios y decisiones. Yo no tenía deseo más que de comunicarle que la perdonaba y que -si quería- volvíamos; como si nada hubiera pasado. Creí que me contactaba para eso. Pero, tristemente dijo que tenía novio y no sé cuantas bobadas más. Me quedé absorto, por lo improcedente de la cita y le pregunté si se casaba. A lo que respondió que no, con una absoluta negativa. Añadí, que si tenía pareja, no entendía muy bien para qué hablábamos; pero le propuse que si se casaba algún día, me dejase ser su amante (al menos). Le dio la risa y me devolvió a casa de mis padres. A los pocos minutos de entrar en ella, sonó de nuevo el teléfono. Era Collete, para preguntarme si me había hecho daño… . Volví a creer que me iba a proponer seguir con la relación, por lo que expresé claramente que no se preocupase; que yo la quería. Su respuesta fue que lo había hecho todo sin darse cuenta… . Le pedí regresar; que me dejase volver a amarla. Me dijo que no era posible. Le advertí de que en ese caso, mejor sería dejar las cosas como estaban; pero que deseaba ser su amante, en cualquier lugar y momento. Pues intuía que iba a contraer matrimonio (para salir de su casa). Pero colgó el teléfono, sin despedirse... .

             Tal como yo imaginaba, después de esa extraña cita se casó mi exnovia; en Notre Dame de París y con la asistencia a la ceremonia del “cerdo con lunares” junto a lo mas granado de la Sociedad. Un acontecimiento del que se enteró toda la ciudad. Fue en otoño de ese año, cuando también descubrí que me habían copiado el paper preparatorio para la tesina. Por lo que, con tantas penalidades a cuestas, pedí en mi casa que me dieran un “año sabático”. Aprovechando que estaba comenzando a tener éxito con el piano; deseando descansar de problemas, de la universidad y etc.. Quería dedicarme a estudiar Historia Antigua e incluso, matricularme en dirección de cine (muy relacionado con el mundo de la música). Mi progenitor accedió sin problemas y me dejó libre de examinarme; sin asistir a la facultad de Económicas hasta junio del siguiente año. A cambio, le prometí acabar la carrera el próximo curso.


Muere mi mejor amigo de la infancia y mi tío más querido:

             Solo un mes más tarde de la boda de Collete, Gerard murió en un accidente. Era mi mejor amigo de la infancia y falleció con veinticuatro años. Un golpe al que se unió la estupidez de muchos de los compañeros que estudiaron con nosotros. Pues tuve que oír durante el entierro y el funeral, frases tan divertidas como la de: -“Hemos visto casarse a tu novia”-. O bien: “-Lloras por lo de Gerard o por lo de Collete”-. Todo lo que me demostró que en ese colegio tan famoso, el que no era imbécil, debía residir en Marte (como yo).

            Para mayor dolor, dos meses después murió mi tío Armand. Que había sido como un padre para mí. Quien al no tener descendencia, me proahijó; y que al ser médico, me curó de las graves enfermedades que padecía desde que nací, hasta los siete años. Pese a todo, hice de tripas corazón y me dediqué duramente a trabajar en la música, para tener éxito. Logrando integrarme entre los intelectuales de París, siendo aceptado como compositor por los académicos de la lengua. Quienes me comenzaron a pedir melodías para sus poemas. A su vez, seguí estudiando Historia Antigua; preparando un libro que jamás logré terminar (menos publicar) y que se iba a intitular: “Franceses o galos, dioses o demonios”.


Atraco en junio de ese año:

             Como “los males no vienen solos”; durante ese verano, fui asaltado con arma blanca. Eran cuatro individuos, que me cerraron el paso en Le Bois de Boulogne; mientras regresaba a mi casa, conduciendo solo y de noche. Recordarás que para volver desde la equitación y el golf, se cruzaba este gran parque, que algunos temían por su peligrosidad. Yo no tenía miedo de transitar por allí (aunque fuera muy tarde). Por lo que, un día que volvía de madrugada, tras una fiesta ecuestre; me cruzaron un coche (cerca de Les Pavillons des Etangs). Entonces, me vi forzado a frenar bruscamente, para no estrellarme. Nada más parar, me rodearon tres personas a pie, que venían con el que conducía ese vehículo. Me vi atrapado y como llevaba la ventana abierta (recuerdo que hacía calor); uno de ellos metió el brazo, agarrándome por el cuello. Así me sacaron y el que parecía el jefe, vino hacia mí; mientras los otros me sujetaban. Ese, puso un cuchillo de cocina junto a mi yugular, me tomó por la espalda con enorme fuerza y me dijo: -“Tranquilo, tranquilo; danos todo lo que tienes”-.

             Notaba su respiración y su olor, estaba claramente drogado; era un individuo gordo, sucio y seboso. De unos treinta años, maloliente y que echaba su aliento sobre mi cara. Sentía mi corazón palpitando de una forma terrible y me encomendé a mis padres, creyendo que no saldría vivo. Pues no llevaba nada más que cien Francos (unos 30 euros) y con eso, no tendrían ni para una “papelina” de heroína o de coca. Cuando me dejaron una mano libre, logré bajarla, saqué la cartera y enseñé todo lo que tenía. Al momento, aquel monstruo, volvió apretar con fuerza el cuchillo sobre mi garganta; gritando para que le diera más y advirtiéndome con rajarme, si ocultaba algo dentro del coche. Por suerte, el arma no estaba afilada; sino, me hubiera herido.

            No sabiendo qué hacer, se me ocurrió decirles que me registrasen los bolsillos y se llevasen el vehículo mío. Mientras, repetía que les regalaba el coche, pero que no me matasen; pues tenía solo veintitrés años. Entonces, el que apretaba el arma contra mí cuello, comentó al resto de asaltantes que era una buena idea. Que yo parecía “un tío legal”, dando orden para que no me hiciesen más. Así me dejaron escapar y robaron el Citroën dos caballos; que por aquel entonces tenía. Me vi libre y nunca me he sentido más feliz y seguro; pese a estar en plena noche, en ese peligroso parque de Boulogne. Jamás logré dilucidar si aquel atraco había durado diez minutos o una hora; pues el tiempo se congeló como si lo hubieran criogenizado. Pero en el momento que me soltaron, se abrió en mí un tremendo instinto de supervivencia y corrí hacia la maleza, para ocultarme entre los pinos y las zarzas. Después, me quité la camisa y la tiré entre las plantas; con el fin de que no me delatase, porque era blanca. Así, estuve escondido entorno a una hora y cuando vi que los atracadores no regresaban, salí hacia la carretera (con cuidado y escondiéndome cada vez que sonaba un coche). Eran las tres o las cuatro de la madrugada, una noche terriblemente oscura. No sentía miedo de esa tiniebla, sino agradecimiento por la ventaja que me daba; pues gracias a la falta de luz, resultaba muy fácil no ser visto.

             Andaba solo, escapando a pie por Le Bois de Boulogne, cuando me percaté de que los milagros ocurren. Al recordar que llevaba alguna moneda en la relojera del pantalón; donde antaño se metían los mecheros. Encontré 20 céntimos y tras ello, me dirigí corriendo hacia una cabina de teléfonos que había junto a Les Pavillons des Etangs. Desde allí, llamé a mi casa, para comunicar lo sucedido. Muy pronto vinieron a recogerme mi padre y mi hermana Véronique; a quienes esperé escondido entre los recovecos del pabellón, que permanecía cerrado. Estaban asustadísimos, pero al comprobar que no tenía heridas, fuimos a la policía para denunciar. Tras ese suceso, sufrí durante semanas el “síndrome de víctima asaltada”, sin atreverme a salir de casa. Tanto era así, que cuando paraba un coche frente a la puerta de mis padres, me escondía y desde las terrazas comprobaba quién era. Comencé a dormir con una escopeta de caza y con cuatro cartuchos preparados: Dos cargados con sal (para advertir) y otros dos de “posta” (capaces de matar un búfalo). Creo que la habrás visto, pues siempre estaba dentro de mi ropero, en la zona de zapatos. Otro arma más, la colgué en el armario de los abrigos; justo al bajar la escalera y junto al teléfono (posiblemente te percataste de ello; porque allí estuvieron durante años).

               Tras sufrir ese asalto, llegué a pensar que aquello podía ser algo extraño, porque claramente vinieron a por mí y nada me robaron. Aunque no quise obsesionarme, pregunté a un famoso juez, que era un gran amigo. La respuesta fue que no comentase nada de eso, a nadie. Ni a terceros, ni menos a la policía. Que lo mejor era callarse y olvidarse. Sentí pavor; tanto, que cuando me llamaron a declarar en la comisaría, porque creían haber atrapado a los autores del atraco. Me negué a la rueda de reconocimiento, aduciendo un temor irresoluble.

                Por fortuna, el coche apareció en perfecto estado; debiendo firmar un recibo al recogerlo. Algo que destaco, porque meses más tarde, un día, estuve esperándote en el portal de tu casa durante horas. Como no venías o no me abrías; necesité un papel para escribirte y usé ese documento, al ser de noche y estar las tiendas cerradas. Así te dirigí una carta de despecho, en el dorso del referido comprobante del coche robado. Lo dejé en el buzón y quizás lo recuerdes; pues te pedía que me contactases y que hicieras caso omiso a quienes deseaban separarnos. Seguramente te llamó la atención recibir un mensaje de amor en un documento policial; algo que volveré a mencionar más adelante (debido a lo que me he extendido tanto en este punto, referente a la desaparición del Citroën 2CV, blanco).

          Finalmente, regresando al mes de agosto de ese año; fue entonces cuando mi hermana Véronique viajó a Panamá. Por lo que en septiembre, apareciste tú en mi vida.

Pero al ser ya las cinco de la madrugada; seguiré con el relato, mañana.

Un beso

Armand



SOBRE Y JUNTO ESTAS LÍNEAS: Arriba,
Litografía de Pierre Magritte (1928) “Elle a mis son smoking” (que dio nombre a una orquesta: ver https://www.youtube.com/watch?v=AlZNmgycqHk ). Al lado, Los cigarrillos franceses Gitanes y su precioso diseño “decó”.






JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado,
Litografía de la Exposición de Artes Decorativas, de 1925; por C.H. Honoré Loupot. Abajo, Litografía de Maurice Utrillo (1925); “Baile de La,La,la”.












Carta quinta: EL ÁNGEL CAÍDO


Querida Labelle:

            Nuevamente te escribo, porque mi deseo es que guardes (guardemos) el mejor recuerdo de lo que sucedió. Siendo esencial conocer la verdad; al menos, para mí. Porque de ese modo podré hacerme una idea de la realidad vivida. Antes que nada, quiero que sepas que mi mujer conoce que te estoy escribiendo; aunque no lo que redacto. Una circunstancia que te comento, para que no pienses que estas son letras nacidas del engaño o malintencionadas. Sino solo del amor en el recuerdo.


Dos meses y cuatro días de enorme felicidad:

            No había querido relatar los pormenores de cuanto sucedió entre nosotros, por respeto. Aunque conforme avanzan estas cartas, veo que es mejor no olvidarlo. Pues para mí fue un momento de gran alegría y de verdadera pasión. Dos sensaciones que no había vivido en los últimos años de juventud. Porque se me ensombreció la vida, desde que empezaron los problemas con los padres de Collete; lo que se complicó conforme avanzó el tiempo. Ello, añadido a lo sucedido tras mi regreso del ejército, convirtió mi vida en una concatenación de desgracias. Tan tristes y extrañas; que el mejor recuerdo de ese tiempo había sido mi estancia en el Servicio Militar (lo que para el resto, era un horror). Pero un día llegaste a mi vida y todo cambió.

          Pese a la importancia de tu figura en mí, lo nuestro fueron apenas dos meses de felicidad. Desde septiembre a noviembre del año en que yo había cumplido los veinticuatro (hace ya cuatro décadas). Aunque tal fue mi amor, que aún siento como se subleva mi corazón al observar tus fotos (que he podido abrir en redes sociales). Provocándome algo increíble volver a verte; lo que siquiera puedo describir. Pues en ti guardo mi mejor memoria de juventud y de cuanto pude amar durante esos años; antes de conocer a Eloise (que luego fue mi mujer). De ese modo, he escuchado decenas de veces tus audios; para poder recordar tu voz maravillosa. En un castellano tan limpio como antiguo, con esas notas suaves de América. Imagino al oírte de nuevo, la boca tan perfecta que conocí; con tu sonrisa preciosa y eterna. Capaz de hablar sin cesar de reír; pronunciando las “eses” y “zetas”, de un modo que los labios parecían un ballet de olas.

            Ha sido magnífico haberte escuchado de nuevo; porque si tu tono de voz es bello, el modo en que me hablas, es inimaginable. Sonidos con los que me quedaba absorto y admirado hace cuarenta años; disfrutando de esa capacidad de empañar con la mayor dulzura, una lengua tan dura y puntiaguda como es la nuestra. Fue un verdadero lujo poderte oír después de cuatro décadas; no digo ya, haberte visto de nuevo en fotos (gracias a las nuevas tecnologías). Sigues como eras. Aunque he dejado de mirarte, por no dañar más mis impulsos; ya que cuando te recuerdo, regreso a ese abismo del que solo me protege la música. Por cuanto llevo días componiendo, sin poder parar; para no caer en un estado de melancolía, que en nada me beneficia.

          Debido a ello, deseo recordar lo que pasamos durante los últimos días; ya que no puede quedar en el olvido. De ese modo, separaré una por una, las pocas veces que pude amarte:


Día primero:

           Habías vivido entre nosotros un mes y medio, pero necesitabas tener tu independencia para cursar el doctorado. Era lo normal, aunque suponía una enorme tristeza para mí, porque ya no te tendría en casa -donde, al menos, podía verte a diario-. Mientras preparabas esa marcha, decidí intentar llamar tu atención todo lo que me fuera posible. De ese modo, poco antes de que alquilases el apartamento en el Barrio Latino; me acicalaba y me vestía siempre, como si fuera a la Ópera. Te habías dado cuenta y todos los de mi familia se percataron también. Así que entre ellos, existía un ambiente de pequeña burla; preguntándose por qué me arreglaba tanto y vestía hasta con corbata para ir a dormir. Claramente lo hacía por que de continuo coincidíamos en la casa; y con el fin de impresionarte.

           Recuerdo que en esas últimas semanas, antes de tu traslado al Barrio Latino; una tarde me pediste que os recogiera cerca del Palacio Real. Fui con camisa a la medida, chaqueta cruzada de sastre, foulard, tirantes, pantalón de pinzas y zapato inglés... . Iba como un muñeco de feria. Estabas con Véronique y cuando me encontraste así de peripuesto, dijiste: -“¡Qué guapo vienes!. ¡Esto ya es el colmo de la elegancia!”-. No sé qué cara de idiota se me quedó al oír aquello; pero tanto tú como mi hermana, no parabais de reír (durante minutos). Me dio vergüenza, porque se notaba que pasaba horas arreglándome para ti. Pese a ello, quedé encantado de aquella observación; expresada siempre con el enorme sentido del humor, que te caracteriza. Tanto fue así, que el comentario se grabó en mi memoria; recordando todavía eso que sucedió junto a La Ópera (frente a un restaurante, llamado El de Oriente).

           Finalmente, sucedió lo que yo tanto temía. Un día nos comunicaste que tenías un piso alquilado en el Barrio Latino, por lo que en breve dejabas nuestra casa. Entonces, me pediste que te ayudase a llevar las maletas y así lo hice. Subí a tu apartamento, me pareció precioso; me invitaste a algo y al tener que salir, no pude evitar decírtelo. Cuando ibas a despedirme, te comenté que estaba tristísimo de no tenerte cerca; porque te quería. Simulé que me despedía y aprovechando la cercanía, intenté besarte en la boca; pero retiraste tu cara. Te pedí perdón y entonces me tomaste por las manos; al verme tan humillado. Deseabas hablar conmigo. Te pedí que no contases a nadie lo sucedido y me respondiste que también sentías una enorme pena. Pero que no era posible esa relación. Te solicité, que no me hicieras eso. Te lo pedí por favor. Entonces, volviste a tomar mis manos, para sentarme en uno de los sofás. Allí, me quedé cabizbajo; mientras me intentabas animar, explicando que esas cosas sucedían y que a veces no tenían solución.

            Comenzaste a narrar que yo estaba en la primavera y que tú ya vivías el otoño. Repitiendo varias veces que eras amiga de mi hermana y conocías a mis padres; por lo que “eso” no podía suceder. Que yo tenía que buscar alguien de mi edad, porque eras dieciocho años mayor. Te replicaba que no había ningún problema; que te quería con locura y que no me importaba tu edad, tu divorcio; ni nada más que tú. Seguiste hablando frente a mí; de pie. Mientras yo permanecía sentado y muy triste.

             Aprovechando ese discurso, sin prestar gran atención a tus palabras, te miré fijamente a los ojos y vi que sonreías. Teniéndote tomada por las manos, tiré de ambas muñecas; haciéndote caer hacia mí. Así pude tomarte, te abracé y comenzaste a reír, pidiendo que no lo hiciera. Empecé a besarte, porque al ver tu sonrisa, te noté mía. No te quería soltar, aunque me rogabas que te dejase; pero sabía que te hacía feliz. Comenzaste a repetir un falso -“No, por favor; no, por favor”-; pero la alegría te delataba. En esa situación, intenté besar tu boca como pude; chocando mis labios contra lo que lograba (mientras girabas la cabeza para evitarlo). Así te tuve durante minutos, hasta que decidiste cesar en el empeño y besarme. Luego, me dijiste que solo podíamos ser amigos y que como amigos había pasado aquello; pero no más, nunca más. Te repetía que te quería, que estaba perdidamente enamorado de ti y vi lágrimas en tus ojos. Me dejaste dubitativo, porque aquello que era todo felicidad para mí; observé que comenzaba a serte triste. No podía entenderlo y para alegrarte, seguí comentando que eras una maravilla de mujer; la mas bella e inteligente que jamás había conocido. Entonces, me abrazaste, te uniste, apretándome fuerte y noté que me besabas para esconder tus lágrimas. Después, me pediste que me fuese de tu apartamento; solicitando un tiempo para pensar. Necesitabas estar sola. Así lo hice; me fui, volviendo a repetir que te quería por siempre y para siempre.


Día segundo:

           Durante la semana siguiente estuve llamándote por teléfono y tu actitud variaba; en ocasiones querías verme; pero tan pronto como nos citábamos, lo posponías. Finalmente, un viernes me permitiste volver; allí llegué con una botella de Saint-Émilion. Yo sabía que aquel vino podía ayudar a romper el hielo y que tras una copa, hablaríamos de todo más tranquilos. Al entrar, intenté besarte; aunque no lo conseguí, de nuevo reías y girabas la cabeza. Expliqué que traía el Burdeos para convencerte de mis deseos; no te negaste a probarlo y lo abrí. Nos sentamos a beberlo mientras charlábamos; pero te mantenías distante, sin acercarte y noté que tomabas unas formas con prudencia. En ese momento comencé a explicarte que tú no estabas en otoño (como dijiste), sino al principio del verano. Exponiendo que la vida, empezaba en el invierno y terminaba en la misma estación. Así pues, hasta los 15 años se vivía el primer invierno. Luego venían ciclos de dos décadas y desde los 15 a los 35, era la primavera (donde yo estaba). De los 35 a los 55, el verano (tu fase). De los 55 a los 75, el otoño; y finalmente quedaban quince años más de invierno.

          Sonreías, mientras degustabas el vino, pero tenías cara de preocupación. No sabiendo como decirte de nuevo que te quería, comenté: -“Mientras vivías en casa, no puedes imaginar cuántas veces he soñado entrar en tu dormitorio, para darte un beso mientras dormías”-. Volviste a reír y respondiste que tú también habías pensado alguna noche, pasar a mi zona; aunque no te hubieras atrevido nunca, por respeto a mi familia. Al oír aquello y antes de que siguieras explicando que lo nuestro se trataba de un imposible; porque tu deber era mantener una distancia. Me fui hacia ti, te pedí que no me apartases y así pude abrazarte, besándote. Me pediste perdón, para dejar el vaso sobre la mesa; me invitaste a acercarme de nuevo y te venciste. Cerrabas los ojos, sin querer ver lo que sucedía, pero no podías evitarlo.

           Te besaba, tomaba tus manos, acariciaba toda tu cara, tu pelo y solo te decía: -“Te quiero, mi amor. Te adoro”-. Seguías con los ojos cerrados, no hablabas; pero intuí que no los abrías, por no enseñarme tus lágrimas. Te pedí que me mirases, pero no quisiste; quizás necesitabas pensar que aquello no era verdad. Sabía lo duro que resultaba para ti tenerme así; por la amistad que guardabas con mi hermana y mis padres. Conocía que te sentías mal, por la diferencia de edad. Pero era inevitable. Te rogué que abrieras los ojos para mí, aunque tu bondad no quiso hacerlo. Te besé durante minutos; y tú, solo te dejabas. Quedaste como una muñeca, inerte y a mi merced; demostrándome que no había en ti siquiera voluntad para moverte. Te abandonaste a mí; para que te besara hasta el infinito y así lo hice.

            De ese modo, logré tenerte durante más de una hora. Luego, intenté descubrirte el torso, pero no me dejabas. Seguí besándote, sin preocuparme que me impidieses tocar tu cuerpo. Pero al ver que no te forzaba y que tan solo necesitaba estar junto a ti; debiste pensar que no pedía nada más, bastándome con lo ya logrado. De pronto, te miraste el pecho y me dijiste -“Puedes”-. Entendí que me permitías desnudarlo y así lo hice; descubriendo tu maravillosa piel y tu precioso frente. Entonces, tuve ante mí una diosa, de una belleza infinita. Comencé a besar lentamente tu cuerpo y al poco te estremecías; temblando de una forma, que solo las luces del Cosmos logran. Te noté amarme y lo supe porque abrías de cuando en cuando los ojos. Hasta que finalmente me dijiste: -“Os quiero”-. Fue uno de los momentos más felices de mi vida, hasta entonces.

             Aún recuerdo ese “os quiero” (en voseo), porque tu acento y tu voz contiene una dulzura, unas pausas y una suavidad; inimaginables. Pronunciando las “eres” sin roturas, en un timbre, que finalmente he logrado recordar. No sé si conoces que tu modulación al hablar, se halla entre el “Re” y el “Sol” (en clave de “Fa”). Donde están algunas de las notas más bellas de la música y con las que se componen las más sublimes melodías. Para que lo entiendas mejor, te explicaré que hablas en una armonía comprendida entre la cuerda tercera (Sol) y la cuarta (Re) de la guitarra -algo que podrás comprobar-. Timbre que es el mas bello para voz de mujer; lo que unido a tu precioso español, hizo de ese “os quiero”, un sonido con una luz inexplicable.

             Tras ello, seguimos durante horas en el sofá y no me desvestiste; no me indicaste que me quitase nada. Quizás no lo sabías, pero siempre he dejado que pidieran lo que debía de hacer; sin intentar forzar nada. Después de un tiempo besándote, comenzaste a tapar tus pechos con las manos y entendí que no deseabas más. Te miré feliz y vi que estabas cansada; se hizo ya muy tarde -de madrugada- y habías tenido un duro día de trabajo en la universidad. Era hora de marcharse. En ese momento, te llamó la atención mi actitud; sin pedirte nada a cambio. Me preguntaste si me iba ir “así”; te contesté que solo necesitaba un beso más. Me lo diste y te prometí que solo por besarte, estaría toda la vida junto a ti. Quisiste probarme y me dejaste ir. Así lo hice, para mostrar que te quería de verdad; que solamente necesitaba tu amor, sin buscar otra cosa. Salí de tu apartamento y lo cerraste despidiéndome con un gesto de enorme dulzura; bajé hasta el coche, sintiéndome el hombre más feliz del Mundo.


Día tercero:

          Volviste a citarme en tu apartamento y fui a toda prisa. Llevaba tiempo sin verte y te necesitaba; me era imprescindible estar a tu lado. Llegué y te noté preocupada; más bien triste. Me comentaste que eran cosas de tu tesis y de la universidad; por lo que pasé pronto a entretenerte y a relatar las mil historias que siempre preparaba para divertirte. Pronto te cogí de la mano y caímos de nuevo en el sofá; pero esta vez me besabas extraña. Comenzaste a hacerlo de lado, sin dejarme ponerme sobre ti, ni tampoco querías subirte. Te intenté besar bajo el cuello y me advertiste que aún te dolía, que te había dejado marcas. Me quedé extrañado; era imposible que te hubiera hecho daño solo con mis labios. Luego aseveraste que besaba demasiado fuerte; tomaste mi cara y acercando tu boca a la mía, dijiste: -“Es así como me gusta. Más suave; lo necesito con menos pasión”-. Después soltaste de golpe mi cabeza, que habías apretado de forma extraña con las dos manos; empujándola para separarme.

         Me sentí dolido y te pregunté qué pasaba. Te incorporaste en el sofá y comentaste que esa tarde vendría mi hermana al apartamento; por lo que no podíamos seguir en la actitud. Te pedí que no me hicieras eso, porque después tendría que regresar con Véronique a casa. Habíamos quedado allí y al menos necesitaba estar a solas contigo un momento. Accediste, pero preocupada; solo me dejabas besarte de lado y no permitías que te acariciara, ni te tocase. Aseverabas que no podías con mi fuerza; a lo que repliqué que jamás había hecho nada que no pidieses. Que la única fuerza utilizada, era la de mi amor. Callaste, pero no dejabas de pensar. Así pasó el tiempo hasta que sonó el interfono del portal. Te levantaste para abrir y al descolgar se oyó el modo en que mi hermana te preguntaba si podía subir; o si estábamos “haciendo algo”. Te molestaron sus palabras y con gran ironía respondiste: -“Pasa, no te preocupes. Nos has pillado haciendo de todo; pero puedes subir”- . Luego me miraste con cara de tristeza y con una mueca torcida; expresando tu disgusto... . Estaba claro que en mi casa lo sabían y por eso Véronique entraba avisando de antemano.

          Posiblemente ella vino a hablar con los dos, para explicarnos que era una relación imposible; pero al vernos tan unidos, no pudo decir nada. Tu cara había cambiado; ya no tenías esa expresión de niña traviesa que tanto me gustaba y tus ojos perdieron la alegría que te caracterizaba. Estuvimos charlando los tres y luego regresé a casa de mis padres, junto a mi hermana.


Día cuarto:

          Temí que no me llamases y que intentaras evitarme; pero a los pocos días volviste a citarme en tu apartamento. De nuevo llegué con un Burdeos y con la alegría de tenerte. Pero tu actitud era extraña; muy raro me parecía que no comentases nada acerca de la visita de Véronique. Preferí no preocuparme y al llegar, volví a abrazarte. Te dejaste besar y pronto estábamos de nuevo en el sofá. Esta vez te abandonaste, tomando una actitud más firme; ante lo que pronto desabroché tu camisa y pude besar tu cuerpo. Allí estabas nuevamente, con tu belleza infinita y cerrando los ojos cada vez que mis labios te tocaban. Eras una diosa entera y de verdad; una luz maravillosa que temblaba, como Venus vespertina en el firmamento. Después de un tiempo en esa situación, me preguntaste si sería capaz de marcharme y volver a mi casa. Quedé extrañado; respondí que haría lo que me pidieras. 

          Pensando que me ibas a ordenar salir de tu apartamento, volviste a besarme diciendo que me querías; pidiendo que pasara al dormitorio. Me permitiste entrar a tu habitación y antes de llegar a ella había logrado casi desnudarte. No tenías preparado nada, pero todo fue inevitable; inmediato. En pocos segundos estábamos amándonos, como tantas veces había soñado. Yo repetía: -“Te quiero, te quiero. Labelle, te quiero”- y noté como te estremecías bajo mi cuerpo. Te rompiste al menos en tres; mientras me abrazabas con una fuerza inusitada. Me sentí morir al ver aquello. Seguí sobre ti, aunque de pronto, abriste los ojos y vi cómo habían perdido dulzura. Aquellas pupilas, donde llegaba a reflejarme, quedaron por un momento opacas. Después, me dijiste: -“Eso es un mantra”-. Yo me asusté. Me retiré de ti, preguntando de qué me hablabas. Tras ello, afirmaste que aquella frase repetida: -“Te quiero, te quiero”-; se trataba de un mantra. Sonreí al observar tu análisis psicológico de la escena y te pedí que te dieras la vuelta. Quedaste desnuda, tumbada boca abajo y yo comencé a acariciar tu espalda. Quería verte y disfrutar la belleza absoluta de tu cuerpo. Estaba soñando ante una silueta tan limpia, con unas líneas perfectas. Eras una diosa en ti misma; solo me atrevía a tocarte con mis dedos, como si estuviese componiendo sobre el piano. Pero en aquel instante, al ver que no te pedía más, te levantaste enfadada.

           Fue entonces cuando comenzaste a reprochar mi pasividad; con frases extraídas de tus libros de psicología. Pero el discurso me producía risa; pensando que solamente intentabas no mostrar cómo te había atrapado. Porque creí que todo ese sermón, se trataba de una disculpa, para seguir siendo libre. Aunque días después, entendí que te habían obligado a dejarme y te estaba resultando terrible elegir el modo de hacerlo. Hoy me pongo en tu lugar; comprendiéndolo plenamente. Agradeciéndote que me permitieses amarte; al menos una vez y entera, antes de abandonarme.

            De esto hace ya cuarenta años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Sin poder borrar de la memoria la última vez que me “llamaste a tu lado”. Te descubriste con extrema lentitud, levantando tus ropas, mirándome con tu cara de niña traviesa y simpática, que tantas veces dibujabas. Veía en tu sonrisa ese atardecer de labios, en blanco y rojo carmín. Tu boca maravillosa, al tocar en mí, parecía una gigantesca ola estallando contra las rocas de Caribdis y Escila. Bajaste la cabeza, para mirar tu propio cuerpo; y no te dio siquiera tiempo, porque antes que tus ojos, estaba yo en él. Entrando en tu Cielo, camino de la nada y pudiendo observar el modo en que cerrabas los párpados, para evitar soñarme. Por no pensar que aquello era cierto, porque iba ser lo último; lo sabía, y así te lo habían ordenado. Entonces, intuí lágrimas en tus pestañas, que no entendía. Ni tampoco, por qué dejabas caer la cabeza, girándola hacia los lados (sin querer mirarme). Permaneciendo inmóvil; etérea, como una muñeca, pero de pie. Deseando levitar sobre mí; mientras yo me sentía culpable y dubitativo. Sin poder evitar abrazarte con una fuerza que quizá te hiciera daño. Porque habías despertado en mí la furia de la vida. Así me obligaste a amarte; sin dejar que tocase tu piel, pues para esa última vez te vestiste con un traje ceñido. Sin darme tregua. Después salí de tu apartamento, pensativo; todo había sido demasiado bello, pero muy extraño. No llegaba a suponer que aquello era la antesala, para no vernos nunca mas.


Del obligado dolor:

            Quisiera que algún día tradujeras las frases que he escrito; porque solo tú conoces el significado de cada una de ellas. Quisiera haber podido parar la noche en ese momento, pero el tiempo nos domina irremediablemente. Lo peor sucedió después, ya que el regreso a casa de mis padres fue triste y extraño. Como si volviera la maldición que desde años atrás me perseguía; porque, de nuevo, allí encontré la tragedia. Llegué cuando había luz de mañana -entorno a las siete- y hallé a mi madre muy preocupada; envuelta en llanto. Sin entender qué le pasaba; al verme, me preguntó de dónde venía tan tarde o tan pronto (con tono adusto). Respondí que había estado con músicos y me advirtió que me buscaron durante toda la noche; debido a que les avisaron de que alguien muy cercano, había sufrido un infarto. Quedé impactado por la noticia; se trataba de un buen amigo de la familia, con el que mi padre jugaba al ajedrez los sábados (un conocido “de siempre”). Después de darme la triste noticia, mi madre narró que sufrió la angina de pecho, mientras se encontraba rezando por un hijo suyo -como hacía a diario, antes de dormir-; muriendo a las pocas horas. Lo sucedido me dejó muy afectado, porque aquel chico del que me hablaba, era un amigo mío de la infancia; que se suicidó a los doce años arrojándose por un balcón. Así fue como, en un momento, pasé del cielo a los infiernos y del amor al dolor. Sintiendo que algo maldito había en mi vida, impidiéndome ser feliz. Nunca supe si aquella muerte sucedió esa noche o si fue algo que había pasado días antes y aprovecharon para decirme esa mañana, sabiendo que regresaba de estar junto a ti... .

           Desde el siguiente día, quise volver a verte. Te buscaba de continuo, pero me huías, te escapabas; siquiera atendías al teléfono, colgando al oír mi voz. Me dolía el recuerdo y solo por mirarte estaba dispuesto a todo. Me noté enloqueciendo, te pedía ayuda, rogándote que me hablases, que me explicases algo; aunque seguías dando “la nada” por respuesta. Pero llegó un momento en que decidiste un paso final, para dejarme. Sucedió días después y para ello me citaste en tu casa una tarde. Era casi de noche; al llegar, quise pasar pero me lo impediste, convenciéndome para ir hasta Versalles. Allí me llevaste a un restaurante, narrando que conocías a alguien en ese lugar, donde se tomaban buenos vinos. Mientras estábamos en el local, comenzaron a hablar de equitación; por lo que al desear lucirme frente a ti, narré que yo había sido del equipo olímpico, logrando sobrepasar los dos metros a caballo. Se inició entonces una discusión entre los presentes; debido a que algunos afirmaban que era imposible haber saltado esa altura, con mi edad. Veía tu sonrisa, mientras hablaba con esos entendidos ecuestres. Al salir de allí, subiste al coche y resaltaste lo valiente que yo era; hablando “en un tono muy irónico”. No me importaba que te rieras de mí; solo por ver tu maravillosa sonrisa, hubiera sufrido todas las penurias.

           Entramos en aquel Citroën (dos caballos, blanco), te sentaste a mi lado y comenzaste a acariciar mi nuca. Me sentía feliz; tanto, que lo recuerdo a la perfección; después de cuatro décadas. Creí que volverías; pero en el camino y antes de llegar a tu casa, me dijiste que no había sitio en tu corazón para guardarme. Se me cayó el Mundo encima; te rogué que reflexionases, te dije que me casaría contigo, que me escaparía al fin del Mundo. Pero aquello no tenía solución. Solo volviste a decir una frase que repetías, desde el día en que logré besarte y cuando no querías que lo hiciese más. Advirtiendo: -“Debes seguir tu vida; cuando tengas cuarenta años, serás un hombre maravilloso. Entonces sabré que he puesto un granito de arena en tu persona y me sentiré orgullosa”-. Ante lo que yo me preguntaba, por qué esas palabras; si lo único que yo deseaba era estar contigo. No me dejaste ya entrar en tu casa, siquiera tomarte de la mano. Regresé a la mía con lágrimas en los ojos y gritando dentro del coche. Aullaba como un loco, repitiendo: -“Te quiero Labelle, te quiero. Me muero por ti. No puedo vivir sin tenerte”-. Afortunadamente nadie me oía; porque aceleraba en la carretera, para que ninguno de los que conducían al lado percibieran el modo en que me lamentaba a solas.

            No sabía qué te sucedía y sospechaba que tu abandono se debía a que alguien había contado a mis padres nuestra relación. Lo intenté comprobar, preguntando a mis progenitores sobre ti; por ver qué comentaban. Nada extraño referían y me hablaban en un tono de cariño, pero demasiado calmado. Todo ello, me dejó ver que conocían mi amor; llegando a pensar que habían maniobrado para que tú no volvieras. Nunca me atreví a decirles -directamente- qué pensarían si te convertía en mi novia; porque intuía que no iban a aceptarte. Pero debí hacerlo, para saber lo que pasaba en mi casa. Descubriendo así, si algún alma insana conspiraba por separarnos. Tristemente, sospeché de mi hermana; a la que mencionabas cuando no me dejabas acercarme. Por lo demás, ya no me atendías al teléfono; y de continuo pasaba junto a tu casa, por ver si lograba coincidir contigo. Una noche, observé que había luz en el apartamento; por lo que llame repetidamente. No supe cómo te habías dado cuenta que era yo; no me abrías. Después de horas intentándolo, decidí escribirte una carta de despecho. Sin tener papel donde hacerlo, tomé un documento de la policía, que llevaba en la guantera del coche. Allí, al dorso del recibo sobre mi atraco en Boulogne; te dirigí las palabras de reproche. Esperé hasta que entrase alguien al portal y así dejé ese mensaje en tu buzón. Luego, ya no quise volver.

             No voy a incidir en agua pasada, que nunca moverá molino. Pero parece cierto que toda la familia se enteró de nuestra situación. Ante lo que comprendo el modo en que pudieron recibir y asimilar la “noticia” mis progenitores; ya que los dos estaban educados en colegios de la Iglesia (él, en los Jesuitas; y ella, en El Sagrado Corazón). Lo que narro, asimismo, llevó a que en casa cambiaran de opinión sobre mí; pues para todos era de enorme importancia seguir las normas que les habían enseñado de niños. Sea como fuere, esto abrió una tremenda brecha entre mi familia y yo; habiendo quienes culpaban a mi progenitor, por haberme dejado dedicarme al piano y otorgarme un “año sabático”. El escándalo crecía y aunque mis padres comprendían que podía tener debilidades, la gente del “alto” París hablaba y comentaba cosas extrañas sobre mí. Así se fueron deteriorando mis relaciones sociales por completo, llegando a apartarme de todos. Lo que poco a poco, fue calando en la familia; granjeándome el desprecio de los que antes me admiraban y la mala fama en el exterior. Porque aquello que me sucedía, se comentaba por toda la ciudad; algo que a muchos alegraba (ya que la envidia es la actitud más practicada y mejor estudiada en ciertas clases sociales).


Tristeza de Amor (la Navidad de ese año):

            Fue así, como tuve que esmerarme para demostrar en mi casa, cuánto de creativo y útil era lo que yo hacía; para que mi familia me dejase volver a vivir tranquilo. Al tiempo, me vi obligado a renunciar a ti; sufriendo una terrible experiencia, observando como me huías. Sintiéndome ya una especie de ser maldito y fuera de tu vida. Más tarde, llegaron las Navidades de ese año y te fuiste a Suiza, para visitar un antiguo amigo de juventud. Me devoraban los celos; pero tuve que sobrevivir, porque no tenía otra opción. Recuerdo que regresaste cargada de regalos; uno para cada persona de la casa. A mí me trajiste unos tirantes de oro, que siempre lucía (hasta que alguien los dobló -muchos años después-).

          Por lo demás, deseando mostrar mi avance entre los intelectuales de la época y recuperar mi prestigio familiar. Sabiendo que en esas fechas no ibas a venir; reuní en mi casa en numerosas ocasiones a “los inmortales” y su tertulia. Tanto, que pasamos la Nochebuena con algunos académicos y esa poetisa, que por entonces era la mas famosa de Francia. Todos me sentían triste, preguntándome el por qué de mi estado de ánimo. No pudiendo narrar tu historia, volví a referirme a Collete (mi antigua novia). Les comenté un poco lo sucedido y al terminar mi relato, la famosa escritora me preguntó (ante todo ese grupo de ancianos): -“Cuándo y dónde, la hiciste tuya”-. Yo sabía que el círculo de Los Inmortales era muy liberal, por cuanto aquella extraña cuestión podía ser normal entre ellos. Pero tuve que responder, con vergüenza y tristeza; diciendo que jamás “la había hecho mía” (tal como requerían).

            Todavía recuerdo la risa de la poetisa, tras mi contestación; profiriendo con ese acento marsellés y a voz en grito: -“¡Claro, chico!. ¡Por eso te ha dejado; ha pensado que tenías un defecto en el pito!”-. Todos rieron ante tamaña ordinariez y yo tuve que hacer de tripas corazón; pues estábamos en mi casa y mi misión era tocar el piano y entretener a tales genios de la literatura. Pero, por tanta gracia como le hizo a la académica mi historia de castidad con una novia. Escribió un libreto cargado de poemas, llamado “Tristeza de Amor” dedicado a mí; encargándome que pusiera música a sus versos. Así lo hice y en un par de meses había compuesto la obra, que presentamos en París y luego estrenamos en Londres (con menos éxito que un paragüero en el Sahara). Pese a todo, sinceramente, las piezas preparadas para aquel libro de poemas, fueron algunas de las mejores que hice. Pero cuando las compuse solo pensaba en ti; algunas veces riendo con el recuerdo y muchas más, llorando.

          Te invité cuando las estrené, en esa primavera del año en que estuviste cursando el doctorado; fue un pase previo para París. Asististe al evento y al escuchar a quien presentaba la historia y el motivo del libreto escrito por la famosa poetisa; parece que nada te gustó. Debido a ello, al finalizar el concierto; después de saber que todo tenía su origen en la novia que me había dejado (Collete). Viniste a verme y comentaste que no te había resultado buena esa introducción; pareciendo que estabas enfadada por aquello... . No sé si te sentiste identificada. Tampoco me importaba ya; pues te daba por perdida. Sobre todo, porque hablabas continuamente de otros, para que no me acercase a ti. Aunque bien sabía, que lo hacías siguiendo órdenes de quienes no deseaban que te volviera a intentar. Pues la maldad de la gente es infinita y en marzo me dijeron que tu apartamento era frecuentado por Monsieur Eulogue. Lo comentaban aquellos que nos habían separado; resultando evidente que solo deseaban que te aborreciera. Sin conocer que jamás tuve dudas sobre ti y que siempre supe cuánto me amabas (aunque no te lo permitieron).

           Para terminar te diré que aquella música se perdió en una inundación que sufrí en mi biblioteca. Donde se convirtió en papel mojado, gran parte de mi obra: Los poemas y estudios escritos, junto a muchísimas composiciones acabadas antes de la triste riada que destrozó todo. No estaba dada de alta en los archivos de la académica, tal como me había dicho y quedó sin registro documentado. Pero hace unas dos semanas, encontré una cinta guardada en un extraño cajón, que contenía extractos de la música de “Tristeza de amor”. Por lo que, finalmente, podré recuperarla -en parte-. Aunque lo más extraño es que me contactaste una semana después de hallar esa cassette (grabada hace cuarenta años). Tu mensaje, sucedió cinco días más tarde de que apareciera la cinta, salvada y hallada en un lugar donde jamás pude imaginar que había una copia. Todo lo que indica que quizá hay algo desde el Mas Allá, que nos une. Probando que, realmente, la obra fue una inspiración nacida por ti y para ti; no por el abandono sufrido con Collete. Un hecho que también explica por qué no te gustó; cuando la oíste en su primer pase -hace treinta y nueve años-.

               Sea como fuere, ahora tengo que dormir. Porque son ya las seis de la mañana y no logro hacerlo. Pues, como te comento, desde que he comenzado a escribirte, no puedo conciliar el sueño.

Como siempre y para siempre: Un beso.

Armand


SOBRE ESTAS LÍNEAS: Fachada del lugar donde me llevaste, en Versalles; para decirme que no podíamos continuar viéndonos.

ABAJO: Cartel de Citroën, 1927; por Pierre Louÿs. En memoria del “dos caballos” blanco que por entonces tenía, con el que te paseaba por todo París.






Carta sexta: FINALMENTE, TE ENCONTRÉ


Querida Labelle:

           Un día más te sigo escribiendo; aunque creo que hoy van a terminar mis misivas. Desde que he comenzado a redactarlas, siempre me sucede lo mismo. Cada noche, me vienen a la memoria los restos de “aquel día”. Como si en ese momento, hubiera vivido el estallido de una granada y todavía sintiera en mi cuerpo, los trozos de metralla que no pudieron sacarme. Nuevamente, hoy recordé la última conversación que tuvimos en tu apartamento. En la que dijiste: -“Ya me has tenido; ya lo lograste. ¿Qué más quieres de mí?”-. Ante lo que yo respondí: -“Todo”-. Pues era a ti a la que quería. Necesitaba tu presente y tu pasado; tu sonrisa y tu mirada, tu voz y tu pensamiento; hablarte, besarte, soñarte, acariciarte, mirarte. Todo; lo necesitaba de ti. Pero cuando te logré; solo unas horas después, me quedé sin nada.


Nunca podré olvidarte:

           Lloré a solas durante días y compuse “Tristeza de Amor” en unas semanas. Lo hacía pensando en los momentos que habíamos pasado. Quería que algún día lo supieras, pero cuando comentaste que no te había gustado el origen de aquella música... . Para qué contar ya su verdadera historia. Me sentía de nuevo abatido y derrotado, porque el fantasma de la maldición había regresado. Si lo de Collete había sido terrible, tu ausencia no resultaba menos dolorosa. Yo entiendo que para ti fui solo uno; y era uno. Pero para mí, fuiste única y siempre. No puedes imaginar cuántas veces grité tu nombre a solas; pensando que me escuchabas. Repitiendo como un loco: -“Labelle, Labelle, Labelle...”-. Porque el eco de esa voz me sanaba y me hacía resucitar; usando este recurso como un bálsamo de amor o un filtro emocional.

           Siempre recordé lo último que me dijiste; y después, cómo me lo hiciste. Obligándome a agonizar en ti, mientras vestías un traje que ceñía tu media figura. Me habías matado y no lo sabías, porque jamás te dejaron entender cuánto te amaba. Y es que, de nuevo, se cruzó el obligado dolor. Los complejos sociales fueron protagonistas de nosotros; ocurriendo algo semejante a lo sucedido con Collete. Aunque en tu caso, fue más duro; porque venía de mi familia. Además, sabía que eras una diosa y no una niña mujer -como la otra-. Por eso te veneraba, como nunca pude imaginar. De aquel modo fue tu marcha tan terrible; tanto, que en ese último y único adiós, siquiera me dejaste abrazarte entera. Estabas vestida, preciosa; pero no querías tocar mi piel. Yo tuve que morir así, ante ti; como si fuera un desconocido, al que la vida no da tregua. Porque tu deseo era verme de aquel modo: Hombre y no músico; persona, en vez de poeta.

           Créeme si te digo, que escribiendo estas cartas he tenido que parar repetidamente; porque las lágrimas no me dejaban seguir. También he llorado cada vez que las corrijo; sin entender por qué te fuiste y solo pude tenerte un día. Aquel momento; valió una eternidad y permanece en mi recuerdo, para siempre. Aunque los últimos instantes, fueron tan terribles como inimaginables. Cuando no dejaste que te abrazase verdadera y tuve que sentir tu medio amor; de pie, solo, a plena luz y sin verte descubierta. Me quise morir, pero ese era tu deseo y agonicé en tu alma. No sabía si tomarte o arrodillarme; haciendo finalmente lo que mi razón me obligaba. Sin entender por qué; cuándo, ni dónde; había que amarte de esa forma. Así terminó todo y luego me preguntaste -“Me has tenido. ¿Qué más quieres ya?”-. Te respondí: -“Todo”-. Te dije que todo lo necesitaba de ti, y para siempre.

            Ya no hubo más que el recuerdo, como sucede con los que mueren; pues te obligaron a echarme, para intentar que no te amase. Pero te seguí queriendo; tanto, que hasta hoy te recuerdo con veneración. Después de cuarenta años, cuando hemos olvidado la juventud y finalizado la madurez. Dejando ya atrás toda memoria, que no sea la que una vida merece. Por lo que hoy ya sé que para ti fue igual de duro, y que quizás tuviste que buscar apoyo. Aunque el mal pensamiento se enrosca en los dañinos y como la sierpe acecha, creyendo que inocular veneno es un deber interesante. Por lo que no tardaron mucho en advertirme sobre M. Euloge; lo que me dolió como si me clavasen un cincel en esos labios que habías besado. Al oírlo, primeramente pensé que lo hacían para separarnos. Luego, preferí entender que no podías estar sola en una ciudad como París; por lo que era mejor tener quien te ayudase. Tras ello, me propuse encontrarte; donde fuera y como fuese. Sabiendo que no podría verte más en persona, porque me huías. Decidí que debería existir una metempsicosis tuya, en algún lugar del Mundo. Por lo que salí para hallarte; igual y en mi interior. Sabiendo que llegaría a trasmutar tu espíritu; logrando esa transfiguración en otra que fuese tan maravillosa.


Al final, logré encontrarte:

          Te busqué en las tinieblas, y un día te vi en la luz. Intenté dar con alguien muy parecido y se produjo el milagro. Fue en la primavera de ese mismo año, cuando conocí a una australiana de origen oriental, que tanto me recordaba. Aquello me sugirió una aparición, pues su belleza, su inteligencia, su sonrisa y hasta su dulzura; eran las tuyas. Se comportaba como tú y le atraía mi extraño mundo. Sentí que la vida se había apiadado de mí y te había devuelto; convertida en Eloise. Lo fue, porque mi felicidad al hallarla, era igual al de la primera vez que te vi. Pensé que de nuevo estabas junto a mí, y así logré sentirlo; porque otra vez tuve una diosa a mi lado. Me enamoré de ella y conseguí que me amase; sin que nunca más la maldición regresara. De eso, hace ya treinta y nueve años.

           Cuando la conocí en París, Eloise era muy joven (no había cumplido los veinte); recuerdo que vino a una celebración de la Nobleza europea. Esa primera noche nos llevaron los de la convención, a una discoteca. Asistí por estar con ella, pues no entraba en un antro de esos desde mis dieciséis años; debido a que aborrezco el volumen de la música y no me gusta bailar. A Eloise tampoco le divertía el ambiente, por lo que la llevé a un lugar apartado y le expliqué todo el significado mitológico de las estrellas. Quedó encantada con esas historias mías, que a otra persona de su edad le hubieran aburrido. Al ver el modo en que le atraía mi mundo y el enorme parecido que guardaba contigo; comencé a intentar conquistarla. Pronto le dije que la adoraba y ella no lo comprendía; respondiendo que apenas nos conocíamos. Se quedaba avergonzada, cuando le comentaba que la iba a querer muchísimo y que la iba a cuidar para siempre; pensando que estaba un poco loco (como todos los músicos). Pero un día me preguntó por qué tenía tanta seguridad de que la amaba; le respondí que la conocía de otra vida. Sonrió del mismo modo que tú y fue entonces cuando me dejó besarla, por vez primera. Lo hizo cerrando los ojos, sin cesar en su risa; por lo que supe que te había encontrado. Comenzamos a compartirlo todo en julio de ese mismo año; cuando tú ya preparabas el regreso a Panamá, con el doctorado terminado. Logrando Eloise y yo, ser felices desde entonces.


Los amigos de entonces y la actualidad, en París:

           Ni que decir tiene que a día de hoy, todos los de la “Tertulia de los Inmortales” murieron; aunque también es verdad que su obra no desaparecerá. Por su parte, también falleció el gran pintor y arquitecto François, en cuyo palacio de Av. Marceau nos reuníamos para “La Tertulia de Los Sabios”. Tristemente, su casa y la colección fueron vendidas; pese a que él pretendía crear allí un museo; pero teniendo herederos, ya sabemos lo que siempre sucede. Los únicos que seguimos vivos de ese grupo, somos el obispo y yo; el primero, porque habrá pactado con el diablo y en mi caso, porque era el más joven (con muchos años de diferencia). Por su parte, mi amigo el magistrado, murió de COVID; un hecho que sentí muchísimo, ya que se había portado conmigo como un padre. Primeramente, al aconsejarme no entrar en el mundo profesional de la economía y dedicarme a la música; advirtiéndome que esa vida de empresa o ministerio, era muy dura. Explicando que, pese a su éxito y aun siendo uno de los jueces más importantes de Francia; su labor era triste e ingrata. Además, aquel gran amigo, me ayudó a comprender la vida; cuando le pedí un gran favor, que a continuación narro:

         Todo sucedió casi un año después de conocer a Eloise, cuando ya no estabas en París. Entonces, saltó a la luz un escándalo que conmovió Europa entera; relacionado con el lavado de dinero y el tráfico de divisas. En el proceso estaban imputados muchos de los más ricos y famosos de Francia; siendo el juez, mi gran amigo de tertulias. La mayor parte de los acusados allí, pertenecían al grupo del “cerdo con lunares”; por lo que quienes aborrecíamos a esa casta de babosos, quedamos estupefactos con la noticia -aunque nos confirmó qué clase de gente era-. Pronto, muchos de los implicados, supieron de mi amistad con el magistrado. Pidiéndome algunos que intercediera por ellos; ya que estaban al borde de entrar en prisión. Finalmente, me dieron pena, al ser personalidades adineradas y conocidas; en ese momento a las puertas del infierno. De ese modo, decidí dar el paso y hablar con mi amigo el juez; comentando que muchos eran grandes amigos de mi familia (pese a ser falso). El magistrado se echaba las manos a la cabeza cuando le pedí un poco de consuelo o que facilitase algo de ayuda; a mis supuestos amigos, que procesaba. El juez, no sabía qué hacer, pero ante mi insistencia y tras advertirle de que alguno podría suicidarse; decidió informarme sobre diversos aspectos. Consideraba que al ser yo muy joven y al verme tan preocupado; era mejor ayudarme, entendiendo el modo en que estas personas me estaban presionando (como si tuviese la obligación de solucionar su situación). Con ello fui calmando a unos y otros; aunque el juez me advirtió que no creyese que iban a valorar mi labor; pues nada me agradecerían, porque los delincuentes, delincuentes son.

          La mayoría eran amigos o socios del “cerdo con lunares” y contrarios al grupo de mi padre; pese a lo que mi progenitor me aconsejó actuar en su favor, para tener apoyos en un futuro. Pero, tal como me dijo mi amigo el magistrado; nada reconocieron y una vez pasado el “susto”, nunca volvieron a tratar conmigo. Sabían perfectamente que me puse en peligro por ellos; teniendo diariamente detrás a la prensa y hasta a la policía. Pero no me mandaron siquiera un christmas en Navidad; o el pésame por la muerte de alguno de mis familiares. Entonces comprendí por qué les llamaba “la secta de los babosos” mi amigo François (el pintor). Porque cuando me necesitaban, no cesaban en halagos y en prometerme su gratitud de por vida; aunque, luego fueron incapaces de recordar el enorme favor que les hice. Es más, a raíz de ello, creyeron que yo estaba metido en extraños grupos y hubo quien extendió por París que pertenecía al Mosad, a la CIA, a la Masonería o al KGB... . Todo lo que me granjeó peor fama de la que ya tenía (que era mucha). Sea como fuere, los grandes y poderosos cabecillas de esa “secta de babosos”, fueron procesados tiempo después; en este caso, por delitos mucho más graves. Entrando en prisión los más cercanos al “cochón” y huyendo los colaterales. En lo que se refiere a ese cerdo de lunares; murió de viejo, perseguido por la justicia y completamente aislado. Buscando dónde refugiarse y el país que no lo extraditara; evitando la justicia, mientras escondía una enorme fortuna robada.


Final:

        Pasaron los años y me casé con Eloise; poco después nos fuimos a vivir a Australia, donde valoran mi piano y mi música. Allí quiero terminar mis días y ser enterrado junto a mi suegro (que fue un segundo padre para mí). Todo cuanto te comento tiene un especial sentido, pues acabo de cumplir los sesenta y cuatro años; debiendo conservar preparadas “las maletas”, por si la Naturaleza quiere enviarme un “billete de embarque”. Hace ya treinta y cinco que celebramos la boda y nuestro matrimonio ha sido feliz; lleno de alegría. En gran, parte porque he querido vivirlo como un noviazgo, parecido a nuestra relación: Pleno de cariño, con gran imaginación, compartiendo la cultura, e intercambiando ideas y sensaciones (intelectuales y físicas). Pues tu recuerdo ha estado presente siempre en mí; como un ejemplo de saber amar, hasta llegar a renunciar, lo que más deseabas.

           Antes de acabar con estas misivas tan extensas -en ocasiones, muy duras-. Deseo pedirte perdón por lo que te hice la última vez que nos vimos. Fue al final del verano en que regresabas a tu país, tras terminar el doctorado (hace treinta y nueve años de esto). Supe que venías a casa de mis padres, para despedirte; quise estar allí con Eloise y que la conocieras. Mi intención no era buena; procedí de manera insana; deseando que me vieras junto a ella, para que sintieras lo mismo que yo con lo de Eulogue. Recuerdo como ibas vestida; con un traje de blusa en falda, color crema y unos botines (por entonces muy de moda). Te vi en el jardín y fui a presentarte a mi reciente novia. Ella desconocía “lo nuestro”; se lo conté muchos años después.

            Al vernos, no supiste qué decir y comentaste que te parecía preciosa. Luego -cuando estuvimos a solas- añadiste que gracias a ti había encontrado una maravilla de mujer. No quise reconocerlo; me molestó la frase, no sé por qué. Estaba herido ya que el entorno había envenenado nuestra relación; por cuanto me reconfortaba observar que “algo” te dolía junto a ella. Para humillarte, te expliqué que tenía casi la misma edad que nos separaba: Diecinueve años. Cerraste los ojos con un gesto de mal y sentí una cruel alegría; pues tu mueca demostraba que me amabas. Miraste para otro lado y fuiste incapaz de contestar con un reproche; tal como mis palabras merecían. Al contrario, continuaste comentando cuánto te alegrabas de que me fuese tan bien; siempre tan dulce como buena amiga. En tu gestos observé que te confundía mi presencia y vi que me querías. Me regocijaba la escena y con ironía simulé que ya no me importabas. Era todo una triste pose para no sentirte; y ahora ves el modo en que aún te recuerdo (cuatro décadas más tarde).

            Después, me arrepentí de haberte hecho aquello; también de estar allí con Eloise, cuando tan solo venías a decirnos adiós. Pero, la verdad, es que necesitaba tenerla cerca; porque no sabía cómo iba a reaccionar al besarte y despedirte. Con ella presente, podía marcar una distancia y me sentía seguro. Tenía miedo de derrumbarme frente a ti, sabiendo que jamás nos volveríamos a ver. También me sé culpable por haber dudado de ti y creer en habladurías. Porque -ante todo- eras mi mejor amiga; debiendo alegrarme de que alguien te hubiese cuidado en mi ausencia. Te pido perdón por todo ello, agradeciendo tu enorme educación durante esa tarde. En la que quise marchar de la casa, sin decirte nada; pero ya te habías cambiado para ir a la piscina. Mi instinto me llevó a salir al jardín; queriendo volver a ver tu cuerpo de diosa. Te encontré sentada junto al agua; y cuando me acerqué, pusiste un pareo sobre ti. Mi corazón me dio un vuelco, al observar como ya te tapabas en mi presencia. No quise volver a mirarte, derrotado por lo que sentía al teneros a las dos, tan cerca. Te dije adiós y nunca mas nos volvimos a ver (me fui con prisa; sin darte un beso de amigo).

          Hubiera querido amarte más de un día; estar junto a ti años y siempre en aquella noche donde nos encontramos. Pero la vida hizo de nuestra unión, el destino de un reo condenado a morir. Al menos, nos dejaron unas horas; que tú me regalaste y nunca podré olvidar. Tras haberte escrito de este modo, conozco que te habrá sido duro leer mis cartas. Tanto o más, que a mí redactarlas; pero quiero que conozcas la verdad. No sé si te diste cuenta que fuiste realmente la primera mujer en mi vida; algo que ocultaba por vergüenza en esos días. Un hecho del que hoy me alegro; ya que gracias a eso, encontré otra diosa semejante: Bellísima, inteligente, buena, trabajadora, alegre, cariñosa, imaginativa y elegante. A la que a cada momento quiero más, intentando diariamente enamorarla. Se llama Eloise, que en francés significa “Elegida”; pero en Grecia Antigua era el lugar de iniciación hacia los misterios femeniles de la vida (a través de las espigas). Es una persona tan maravillosa, como tú; llegando a comprender mi necesidad de escribirte en esta forma (amándote en el recuerdo).

           Realmente, no sé como terminar y puedo asegurarte que me va a costar mucho no escribirte mañana. Quizás debería finalizar con una frase que atribuyen al rey Salomón, que dicta: “Todo eso paso; pero esto también pasará”. A lo que me atrevo añadir: Todo eso se recordó y siempre se recordará. Pues aquel sueño de otoño, me transportó hacia el paraíso; logrando que encontrase a mi mujer. Por cuanto, mi diosa Labelle; te doy las gracias por haberme ayudado tanto. Gracias por haberme comprendido y gracias por dejar que te amase. Tu reencuentro, hace unos días, ha provocado en mí tantas emociones que no paro de componer. De nuevo me nace música, como si no pudiera evitarlo; logrando a través de ella, no caer en el abismo. Lo mismo que sucedió aquel otoño y en las Navidades de hace cuarenta años; cuando te tuve, para no volverte a ver. Fue el tiempo en que compuse “Tristeza de Amor”. Siquiera te dediqué esa obra; porque la famosa escritora que redactó sus poemas, deseaba que versara sobre mi historia con Collete (que tanta gracia le hizo...). Por lo que ahora necesito crear este “Sueño de Otoño” y hacerlo tuyo; deseando que conozcas como suena el eco de tu recuerdo en mi alma. De ese modo, la memoria de nuestro cariño, te llegará pronto convertida en música (cuando la termine). Para que comprendas de nuevo, cuánto me ayudaste en la vida y cuanto te amé.

Un beso mío y de Eloise:

Armand


BAJO ESTAS LÍNEAS: Mujer “dando la espalda”; óleo anónimo (1930). El maravilloso pintor, no se atrevió a firmar el lienzo; seguramente, por temor a las opiniones malintencionadas. De un modo similar, nunca te dije que “Tristeza de amor” la compuse para ti y pensando en nuestra relación (cercenada por “los otros”).