“Dale limosna, mujer; que no hay en la vida nada
como la pena de ser ciego en Granada”
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Nota, antes de comenzar: Las imágenes en fotografía de este artículo, han sido tomadas indistintamente por el Sr, Foujita, mi mujer (Chiho Onozuka) y yo (quien lo redacta).
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Arriba, dibujo mío del Sr. Foujita; una gran persona que he conocido en Japón. Nos recibió en Fukui, su ciudad, con el mayor de los cariños; enseñándonos los tesoros de esa “Alhambra blanca”. Poblaciones y lugares que gracias a él pudimos visitar, en pleno invierno; mientras un manto de nieve todo lo cubría, ocultando el dolor de su pasado. Al lado y abajo, dos dibujos míos de La Alhambra de Granada; palacio Nahazarí cuyo nombre significa “la rojiza”. Debido a ello, he intitulado este artículo como La Alhambra blanca, refiriéndome a Fukui.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos dibujos más de La Alhambra (también míos).
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: otros dos dibujos míos de ese palacio granadino.
I – LUZ Y LIMOSNA:
Hemos encabezado nuestro capítulo de hoy, con un poema escrito por Francisco Icaza; literato mejicano que se enamoró de una granadina y de Granada. Quien se hizo famoso por esos cuatro versos, en los que describe la gran tristeza de ser ciego en la ciudad de la Alhambra. Un sentimiento que -de algún modo- viví, al pisar la tierra de Fukui, en Japón; percibiendo una Alámbra blanca (y no roja). Donde nos recibió nuestro amigo Foujita, con el mayor de los cariños; junto a los Sunahata. Un matrimonio con corazón de oro y con hijos de diamante; capaces de vivir en pantalón corto y camiseta, a temperaturas bajo cero. Niños que jugaban entre la nieve, saltando en el hielo, sin apenas abrigo. Demostrando que el frío jamás hiere, si se desea der feliz; pese a superarse, los menos 5 grados. De ese modo conocí Fukui; en pleno invierno y sin infierno. Mostrado por un ser afortunadamente resucitado; como es Foujita, que recientemente superó el destino que la Naturaleza nos marca. Junto a sus amigos, los Sunahata; cuya bondad es como la de aquellos dos menores que han engendrado (mostrando plena alegría, durante la más absoluta congelación).
Dicen que Fukui, significa “afortunado” (en idioma japonés); topónimo que trasladado a antropónimo, deberíamos traducir como Fortunato. Por cuanto su nombre mucho podría relacionarse con aquel que los romanos dieron a las islas españolas de Canarias. A las que llamaron “Afortunadas”; debido a su clima y por encontrarse en el fin del Mundo conocido. En el extremo Occidente atlántico, donde diariamente moría el Sol. Una orientación que Canarias comparte con Fukui; prefectura sita al extremo Oeste de Honshu (la isla principal nippona). Pese a ello, sus temperaturas nada tienen en común; pues el invierno canario es famoso por primaveral y el de esta provincia nippona se acerca mucho al de Siberia. Al hallarse en el Mar de Japón y a unos 700 kilómetros, al Sur de Vladivostok. Pese ese “supuesto” duro clima, se llama “lugar afortunado” porque es rica en todo cuanto un japonés pueda desear. Con unos campos que producen el arroz más exquisito y unas costas que regalan los más preciados “frutos del mar”. En un valle, entre cordilleras, donde se contempla el océano y la montaña, en su modo más abrupto y salvaje. Todo ello, unido a su belleza orográfica; hace de Fukui un tesoro incomparable y muy semejante a la provincia de Granada. En la que se elevan algunos de los picos más altos de Europa, junto a las playas mediterráneas; y desde las que se observan las costas de África.
Pero la antigua Fukui, no tuvo la fortuna de nuestra Andalucía; ya que fue arrasada dos veces. Primero, durante los bombardeos del año 1945 y más tarde por un terrible terremoto, sucedido en 1948. Todo lo que ha dejado en el recuerdo gran parte de su belleza y de sus edificios más antiguos. Pese a ello, si la visitamos en invierno, cubierta por el manto de la nieve; sucederá el milagro que precede al amanecer. El momento más oscuro de la noche, precisamente antes de que nazca el Sol; un instante, en que nada se ve y todo se percibe. Ya que el blanco, como el negro, son la propia ausencia de color; lo que en música se escribiría como un “silencio”. Momento en que la acústica se transforma en poesía, debiendo escucharse el vacío (lo que ya no existe). Por cuanto, en Fukui, nos sentiremos como el ciego de Granada; premiado con esa limosna del espíritu, que conoce sin saber y logra ver sin luz. En una sombra incolora que extiende la nieve, para cubrir de belleza todo cuanto atrapa. Vistiendo a Fukui como su novia, enteramente y eternamente de plata. Es ese deslumbramiento que provoca observar lugares, donde se percibe la nada, en sí misma. El todo, en una luminosidad, que impide otro reflejo que no sea la verdad.
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Arriba, la ciudad de Fukui, vista desde sus rascacielos. Al lado, Mapa del Mar del Japón, donde he marcado la situación de esta prefectura y su capital. Abajo, otra fotografía, tomada en las cercanías del centro urbano de Fukui.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, en imagen, la Sra. Sunahata conmigo; saliendo de un local en plena nevada. Abajo, de nuevo los campos junto a la ciudad; en Shimijohoji (Eiheiji-cho).
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos imágenes más de Fukui y sus proximidades (Shimijohoji; Eiheiji-cho).
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, tocando mi guitarra en un local de la ciudad. Abajo, un templo sintoista, durante la noche; paseando por el centro.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, jardines de la ciudad. Abajo, con el Sr. Foujita y su grupo de amigos, en la fiesta que nos ofreció.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, el Sr. Foujita toma fotos en el palacio Yokokan de la ciudad. Abajo, junto a la dueña del local donde estuve tocando la guitarra (a nuestra derecha). A continuación, la Sra. Sunahata (en medio); a nuestra izquierda, mi mujer (tras ella, estoy yo).
II – TIERRA DE DRAGONES:
Como tantas veces he comentado; mis padres deseaban hacerme sacerdote. Aunque, cuando me mandaron a monasterios de Alemania y Salzburgo, para que los monjes me preparasen; la vocación que tomé fue la de músico. Pese a ello; nunca dejé de estudiar religiones y mi gran afición, desde la juventud, fue la mitología. Todo lo que me llevó a amar la arqueología, la Historia y la antropología; pero sobre todo, las humanidades. Disciplinas que en Occidente han quedado en el olvido, por no decir “malditas”. Ya que actualmente, los historiadores desean ser científicos y rechazan convertirse en humanistas. No digamos ya los arqueólogos; que en nuestros días valoran más un gráfico cargado de numeraciones, que un papiro clásico, o un texto griego antiguo. Por cuanto expongo, en este epígrafe actuaré como occidental que soy; pretendiendo descubrir la realidad física escondida en los dragones. Una figura existente en la mayoría de los cultos planetarios, a lo largo de todos los tiempos. Como una representación que veremos, no solo en Asia (especialmente en China y en Japón); sino también en Oriente Medio. Donde los encontraremos convertidos en terribles serpientes voladoras, como las de Mesopotamia (Marduk o Tiamat); personificadas en diosas de las tormentas.
Asimismo, entre los judíos observamos el dragón en la temible Leviatán; gigantesca sierpe que provocaba las tempestades marinas y terrestres. Llegando esas figuras a la mitología grecorromana, convertidas en Pitón o en Tifón; dios que da nombre a los tifones y las lluvias más peligrosas. De igual modo, los cultos nórdicos y celtas, nos hablan de un enorme ofidio (dragón) que habitaba en las entrañas del Mundo; batiendo los mares y haciendo temblar la tierra. Todo lo que se relacionaba con coordenadas telúricas, que regulaban las aguas interiores. Ríos del inframundo, donde el hombre podía comunicarse con los infiernos o con los dioses. Mitos que -de algún modo- se relacionan con los dragones de la América Precolombina; llamados Quetzal-Coatl (por los aztecas) o bien Cucul-Can (por los mayas). Nombres que significaban “el ave-culebra” al ser este dios adorado en la forma de una gran serpiente voladora. Todo lo que se asimila al dragón celeste; que figuraba en el Universo, una la Constelación así denominada ya desde tiempos de Mesopotamia (en latín, Draconis).
Pese a lo expuesto, no observamos dragones en el Egipto antiguo; donde tan solo se habla de un diablo llamado Apofis, representado en un ofidio de gran tamaño. Pudiendo tratarse ese demonio, de un antecesor del Cronos griego; figurado en una enorme serpiente, que envuelve al hombre y lo va devorando. Como signo del paso del tiempo (Cronos); pero sin significar el culto a las aguas, al inframundo o a las tempestades. Tal como sucede normalmente, con el resto de los ritos del dragón. Donde esta deidad se relaciona con las fuerzas supra-terrenales, como la luz, los vientos, las aguas y hasta la navegación (por cuanto el barco surca los mares a modo de una culebra y empujado con el aire).
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Tres imágenes en el templo de los dos dragones, de Fukui (conocido como “Kokuryu” ). Arriba, a la entrada del santuario; mi mujer y yo, con el Sr. Foujita (en el centro). Al lado, con mi mujer, en el interior del templo; junto a un cuadro del dragón negro. Abajo, con mi mujer, junto al cuadro del dragón blanco.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado y abajo, dos tintas japonesas conservadas en el interior del santuario, donde se representan ambos dragones.
Señalado lo antes escrito, entenderemos que el dragón oriental es una figura muy distinta. Pues representa la esencia misma de la Creación; entendida como la unión cósmica de fuerzas (materia y luz, en física). Junto al mundo de la mística, de lo mistérico y de la Gestación universal. Significando a la vez: el agua y el fuego; la noche y el día; el todo y la nada; la vida y la muerte. Por lo que el dragón japonés se concibe como la energía, que no tiene origen, ni final; y tan solo se transforma.
Pese a ello y desde un análisis occidental; la figura que representa este ser mítico, debería tener una base real. Lo que expreso en razón a mi mentalidad de europeo, no a mi educación nippona; ya que en Asia la verdad no debe demostrarse, sino sentirse. Pero dejando al margen el concepto de realidad; plenamente distinto en Oriente y en Occidente. A mi juicio, el hecho físico que iniciaría la aparición de los dragones, sería el hallazgo de restos de Dinosaurios. Unos huesos de piedra, que demostraría la existencia de esos animales gigantescos, con apariencia de enormes ofidios; similares a los saurios y de un tamaño descomunal. Ello, unido a la composición mineral de su osamenta; haría imaginar algo semejante a lagartos o cocodrilos de esqueleto pétreo, con una tremenda longitud y enorme fiereza. Todo lo que se corroboraría con esos huesos que aparecen por doquier, en lugares como Fukui; famoso por los yacimientos que han proporcionado infinidad de partes de dinosaurio. Hallazgos, que revelarían el modo en que esa prefectura fue una tierra habitada por dragones. Donde se podría certificar la existencia real de estos seres fabulosos; observando sus esqueletos por doquier en el terreno. Siendo indiscutible, que los dragones existieron; al menos en Fukui.
Consecuentemente y como si de un destino se tratase; al llegar a la ciudad, el Sr. Foujita nos llevó hasta el templo sintoista de los dos dragones, llamado “Kokuryu”. Donde convive el culto a esa serpiente voladora negra, frente a la blanca; como dos fuerzas necesarias para que la vida renazca, el espíritu crezca y la inteligencia permanezca. De ese modo entramos en el magnífico santuario, donde se puede pedir el milagro del progreso económico; ya que en Oriente ganar dinero es un regalo de los dioses y no un pecado (como muchos han decidido declarar en Europa). Siendo así, en el santuario de Kokuryu, pudimos solicitar la ayuda de las fuerzas naturales; para avanzar en nuestros negocios. A la vez que disfrutar de las maravillosas obras de arte que el recinto sagrado guarda.
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: de nuevo, tres imágenes en el templo Kokuryu de Fukui. Arriba y abajo, mi mujer y yo, junto a uno de sus sacerdotes. Al lado, a la entrada del recinto sagrado, con la Sra. Sunahata.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, mi mujer, con al dragón blanco (en el mismo santuario). Abajo, el que escribe este artículo, con el dragón negro.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, mi mujer y yo, en la entrada al templo Kokuryu. Abajo, escalinatas de subida al lugar más sagrado de este recinto.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos imágenes de la “escultura” existente en la plaza de la estación de Fukui; donde un gran dinosaurio da la bienvenida a los que llegan. Como hemos dicho; esta prefectura es famosa por sus innumerables yacimientos paleontológicos, donde han aparecido innumerables restos de estos antiguos saurios. Todo lo que, a mi juicio, hizo creer que era tierra de dragones; identificados con aquellos gigantescos esqueletos de piedra hallados en la zona.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos fotografías de los restos de un mastodonte -Tetra lophodon longirostris-, en el museo de Alcalá de Henares; Madrid (al que agradecemos, nos permita divulgarlas). El hallazgo de este tipo de piezas, durante el pasado remoto; haría pensar en la existencia de seres similares al dragón.
III – EIHEIJI; LA ALAMBRA BLANCA:
El templo de Eiheiji, es uno de los santuarios más
bellos y antiguos del Japón. Situado a unos diez kilómetros del
centro de Fukui, se considera uno de los más antiguos en el culto
Zen. Fundado a mediados del siglo XIII -poco después de nuestras
Navas de Tolosa-; nace en pleno Periodo Kamakura. Una etapa
japonesa donde fue común la importación de estilos e ideas, desde
el continente asiático. Tanto, que las estatuas Kamakura tienen
un enorme parecido con las de Gandara, e incluso con las del gótico
europeo; un movimiento del medievo occidental, que seguía cánones
llegados desde Bizancio y del Oriente Lejano. Por su parte, la
espiritualidad del budismo Zen, se considera procedente de la
filosofía y religiosidad que se extendió en China, con la dinastía
Tang (aproximadamente desde el 600 al 900 d.C..). Pese a lo que,
sabemos, que en el siglo VII ya se había introducido el budismo en
Japón; principalmente en una rama de tipo zoroástrico. Debido a
ello, es posible que el Zen sea un tanto posterior a estos
primeros movimientos religiosos; llegados a la Isla del Sol Naciente
con rasgos parsis y cultos cercanos a los de Zaratustra. Viniendo el
Zen desde el budismo chino, llamado originalmente “chan”; cuyo
significado es “meditación”. Palabra que en idioma nippón
fue deformada o transformada en Zen; pese a que conservó su
principio y significado, basado en la auto reflexión.
Volviendo al santuario de Eiheiji, se considera uno de los más severos y mejores, para el estudio y la práctica del Zen puro (en su escuela llamada Sôtô). Un hecho que se observa cuando entramos en su recinto y nos cruzamos con algunos de sus monjes; cuya efigie recuerda los tiempos en que el templo fue fundado. Asimismo, la mirada de los que allí habitan o estudian; sentiremos que procede del Más Allá, ya que observan la realidad desde un plano diferente (en lo emocional y en lo dimensional). Superando su visión y sensaciones, las de toda persona común. Sabiendo perfectamente cuanto debe hacerse, cambiarse y moverse en el recinto; a cada segundo. Teniendo la capacidad de comprender la unidad de ellos con el templo; del mismo modo que un músico conoce los sonidos armónicos de su instrumento. Así, pues, el devenir de esos monjes por las estancias del lugar sagrado, puede compararse con las manos de un pianista sobre las teclas; perfectamente instruidas, intuidas, reguladas y totalmente armoniosas.
Tuvimos la fortuna de que el Sr. Foujita nos llevase al Eiheiji en esos días en que la nieve lo cubre casi todo; vistiendo de novia a la Naturaleza y convirtiendo en su esposo a este templo. Donde el Zen, ataviado de blanco, produce un fogonazo estético indescriptible. Siendo un verdadero milagro observar aquellos jardines de color plata, cerrando y envolviendo el sacro recinto, que no quiere dejarse ver. De esa forma, cual una Venus púdica, como si fuera vestida para una promesa; se escondía el misterio de aquel edificio, que ocultaba la verdad del pensamiento más puro. Aquel que es capaz de llegar a la nada, en una filosofía cuya comprensión se hace imposible a todo lego en ascetismo. Pues si algo hay de difícil en la religiosidad budista; es esa capacidad de admitir y llegar al vacío; un hecho y una idea, imposible en Occidente. Ya que “la inexistencia” filosófica, es como “el cero” en cifra numérica; un concepto asiático, que tardó milenios en llegar a Europa, donde el vacío es lo que más se teme. Debido a que perseguir esa nada, obliga a dejar nuestra mente en blanco; lo que puede llevarnos a la peor cárcel interior. Una celda de la que el ser humano es incapaz de salir, debido a que perderse en la nada, es como extraviarse en la nieve. Donde todo es blanco, sin marcas, señales, ni referencias que puedan ayudar a orientarnos. Siendo así el “cero absoluto” que nos marca el Zen, como inicio para la comprensión y la meditación entorno a la existencia.
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: tres imágenes del templo Eiheiji. Arriba, exterior. Al lado, a la entrada, con la Sra. Sunahata. Abajo, con el Sr. Foujita.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: exterior del templo Eiheiji.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, a la entrada de Eiheiji, junto a mi mujer. Abajo, exterior del santuario.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: patios y tejados de Eiheiji.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: jardines de Eiheiji. Al lado, vistos desde sus ventanas. Abajo, puertas de acceso a esos patios.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Entrada al santuario Eiheiji.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos imágenes del exterior de uno de los edificios principales del templo.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: entradas al recinto sagrado.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: exteriores del santuario Eiheiji.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: otras imágenes de las zonas exteriores del templo.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: exteriores del santuario.
Así fue como entramos en Eiheiji, guiados por el Sr. Foujita y la Sra. Sunahata; sintiéndonos perdidos en la nada. Rodeados de un blanco tan luminoso, como incierto; lo que adelantaba un pensamiento incoloro, con el que deberíamos visitar el templo. De hecho, resultaba difícil encontrar la entrada al recinto; aunque ese vagar de un lado a otro -buscando la puerta- era un regalo que permitía disfrutar de los jardines y de cuanto la nieve dejaba desnudo. Finalmente, logramos acceder al santuario y muy pronto los monjes pasaban a nuestro lado, como entes incorpóreos, levitando en sus ideas. De ese modo, accedimos hasta las ventanas y pasillos, que van abriendo el misterio Zen escondido en el recinto. Todo ello, decorado por el blanco de esa nieve, que obligaba reflexionar si aquello era un sueño, o simplemente un regalo de los dioses. Dudando la mente, sobre lo que allí se siente; llegando a plantearnos si lo que observamos será una visión post-mortem. Como si ya hubiéramos entrado en el paraíso; en un Cielo blanco, entreverado en tonos de perla japonesa. Donde la mano del gran Creador ha decidido poner fin a nuestro destino eterno.
De esta forma, se comienza a caminar por el templo, mientras sus maderas suenan a losas. Pareciendo piedra aquello que antaño fue árbol; haciéndonos sentir los troncos centenarios, cual mármoles milenarios. Es así, como comienza el movimiento. Entre escaleras y pasillos, hechos en roble, pino o abeto; que van sonando al compás de nuestros pasos. Mientras, no salimos del asombro. Admirando a un lado y otro, aquellos vanos que sucesivamente se comunican entre patios o jardines. Recintos exteriores, con fuentes y esculturas; amurallados por paredes que nada encierran y tejados convexos, que dejan intuir el modo en que sostienen la nieve. Siendo ese el momento en que la mente se interna en un cuento real; inmersa en una sensación indescriptible, que necesariamente lleva a comprender el Zen. Entendiendo que el todo y la nada es lo mismo; de igual modo que el blanco supone la existencia y mezcla de todos los colores. Un instante en el que el silencio se convierte en música plena; y la sombra, convertida en luces, nos deja absolutamente ciego.
Avanzaremos por el interior del santuario Eiheiji, hasta encontrar una extraña oscuridad en algunas de sus estancias. Descubriendo que son aquellas donde los monjes duermen; lo que nos lleva a concluir que el espíritu de la noche vive en esas habitaciones, sin querer salir de la tiniebla. Aunque, si nos asomamos brevemente a ese lugar donde los bonzos descansan, veremos que su halo está presidido por el dragón negro. Por la fuerza de la Luna y de las sombras; llevándonos a pensar que dormir es morir y que la muerte es solo un sueño. Convirtiéndose en una terrible pesadilla para que no conocen la verdad; quedando atrapados por el espíritu de la noche eterna. Un castigo que sufren quienes deambulan sin luz propia; por cuanto viven temerosos de no volver a despertar. Mientras, los verdaderos sabios, carecen de dudas y habitan en el sueño eterno; en el conocimiento del Zen. Donde la nada es el todo y el blanco de Eiheiji, es el color eterno.
Seguiremos avanzando por el templo, hasta llegar a una de las capillas, donde nos encontraremos monjes realizando sus rituales. Momento en que sus profundas voces y el sonido de metales, penetrarán en nuestra mente; recordando melodías que hubiéramos oído antes de nacer. Un instante en que se reflexiona acerca de lo que éramos antes de ver la luz; llegando a pensar que conservamos la memoria visual y acústica, de esos nueve meses en gestación. Donde el agua nos rodeaba, como la nieve a este santuario; y la madre nos mecía, como hacen las maderas de esa arquitectura sagrada. Pese a todo, volveremos a la realidad, al pisar alguna de sus vigas; oyendo el crujir centenario, preguntándonos si será verdad que hemos nacido o si todavía estaremos en el nido materno. Siendo así cuando el poder del Zen nos devuelve a la realidad; llevándonos a pensar que todavía necesitaremos otra vida. Una existencia superior, para comprender el por qué de tanta belleza; y la razón de nuestra ignorancia. Sintiendo en lo más profundo de nuestro ser; que tan solo somos un animal. Una simple especie de la Creación, que Dios mueve a su antojo; a la que ha decidido dar unos minutos de gloria y felicidad, llevándonos hasta Eiheiji. Llegando de esa forma, el final de la visita; donde nos cruzaremos con algún monje más. Un bonzo encargado de las zonas de acceso, que nos sonríe al observar el gesto con el que regresamos al Mundo. Lo que nos hace sentir como la oveja que se escapó parar vagar por la montaña a solas; logrando pasear y disfrutar del campo, hasta que necesitó regresar de nuevo al redil.
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: interiores del templo Eiheiji. Arriba, sala primera con una estatua y tinta que representa a Buda. Al lado, sus pasajes y arquitectura. Abajo, escaleras.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: El templo; sus pasos, campanas y estancias con templetes.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, mi mujer y yo, junto al mazo de moler semillas de soja (riéndonos por el tamaño y la forma de esa “maja”). Abajo, primera sala, sus artesonados y tatamis.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Pasillos y primera sala de Eiheiji; sus artesonados y tatamis.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Al lado, zonas del templo. Abajo, mi mujer junto al Sr. Foujita en las ventanas de acceso a los patios.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos fotos de los “guardianes del templo” a la salida del recinto.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: exteriores del templo.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: salida de Eiheiji.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: salida de Eiheiji.
IV – LOS NIÑOS DE LA ETERNA SALUD:
En Fukui veremos menores en pantalón corto y camiseta, a temperaturas bajo cero. No hablo de chicos adolescentes; sino de niños de cuatro a seis años, que campan a sus anchas, jugando entre la nieve. Sin preocuparse por el frío y sin sentir agresivo el contacto con el hielo; adaptados a aquellas temperaturas, como soportan el calor los que viven en el Trópico. Fue entonces cuando pensé que proteger o abrigar en exceso, a quien no está enfermo; es causa de muchos males. Pues se debilita gravemente la salud; impidiendo que se genere un sistema de auto defensa. Ya que si dejamos a los pequeños hacer su vida y jugar en el exterior, sin preocuparnos mucho de su abrigo. Ellos mismos se moverán lo necesario para lograr una temperatura corporal estable y comerán lo que precisen, para obtener calorías. Por todo ello, puede resultar lo peor, esas grandes estufas o chimeneas, con las que muchos creen salvaguardarse del frío. Así, cuando se llega del frío y se entra en un lugar muy caldeado; al cambiar la temperatura en segundos, las mucosas se secan y nos predisponen para los resfriados. Diciendo muchos en Japón, que detrás de la mayoría de los constipados, están las casas por encima de los 18 grados. Sin tener en cuenta que un cambio tan brusco con el exterior, nos provocará enfermedades. Debido a que el cuerpo humano habitó durante milenios en cuevas o cabañas; donde no había grandes variaciones entre la temperatura interior y la ambiente.
Consecuentemente, las sabias madres de Fukui, llevan a sus hijos en pantalón corto; de igual forma que las nuestras dejaban que el Sol nos fuera bronceando paulatinamente durante la primavera. Para impedir que los rayos ultravioletas, dañasen nuestra piel en verano. De tal manera -en mi tiempo- era normal que desde junio quitasen las camisetas a los menores, mientras jugaban en el exterior; con el fin de que fueran tomando color, para que en julio no sufrieran quemaduras.
Pero el tema del frío es muy distinto; porque sus consecuencias no se ciernen a unas simples ampollas en la piel -pasajeras-. Sino que conlleva enfermedades de tipo respiratorio, donde el menor puede sufrir secuelas; pero sobre todo, contagiar a los mayores. Ello supone, la eterna historia de ver a los padres de esos pequeños; soportando siempre importadas de los colegios y larvadas en las guarderías. Un hecho que puede llevar a sufrir grandes males, a los más viejos -sean abuelos o conocidos-; para quienes un constipado llega a ser fatal. Así pues, la decisión de dejar a los niños expuestos al exterior; común entre esas culturas y pueblos muy familiarizados con el frío. Es una sabia costumbre, que demuestra aquello que la medicina moderna no quiere mostrarnos: El modo en que la Humanidad tiene recursos propios para engendrar autodefensas; siendo una mala praxis proteger al que no lo necesita. Tanto o peor, que no ayudar a quien lo precisa; pues el enfermo que no es atendido, puede curarse. Pero el que no necesita protección y la recibe; llegará a enfermar, al debilitarse sus defensas, hasta un caso extremo. Todo lo que en Japón es bien sabido, por cuanto los medicamentos son el último recurso de la medicina.
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Arriba, heladería en Fukui, para degustar a temperaturas bajo cero los mejores polos. Al lado, la Sra. Sunahata con su hija; tomando un heladito, a varios grados menos (centígrados). Abajo, el Sr. Foujita y al fondo la misma niña, apenas sin abrigo y sobre la nieve.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: en el palacio y estanques de Yokokan; la Sra. Sunahata y sus hijos, disfrutan entre el hielo y la nieve, sin apenas abrigo. Observemos que el niño va con pantalón corto.
V – HIELO Y CRISTAL, EL PALACIO YOKOKAN:
Yokokan es un magnífico edificio y jardín, que rodea el castillo del clan familiar que gobernó Fukui (los Matsudaira). Edificado a comienzos del siglo XVII, desde 1623 fue reformándose paulatinamente; abriendo diferentes estancias, entre las que destacaban los baños y las dedicadas a la Ceremonia del Té. Finalmente, en los bombardeos de 1945, el edificio desapareció; quedando tan solo el jardín, su estructura y planos. Por lo que desde 1982 se propusieron rehacerlo, logrando abrirlo en 1993; como una copia prácticamente exacta del que antes había. Así, aunque la construcción sea moderna; podremos disfrutar de su estanque y de los exteriores auténticos. Por cuanto en ellos, reflexioné sobre el sentido y el dolor de las guerras. Que siempre destruyen lo más valioso y construyen lo peor; cimentando el odio, pero acabando con la cultura y el civismo.
Pese a lo antes apuntado, llamará la atención observar como los japoneses carecen de rencor contra quienes les vencieron. Habiendo aceptado su destino y la derrota, del modo en que el budismo enseña; obligando a responsabilizarnos de cuanto nos sucede en la vida. Unos principios que apenas se enseñan en Occidente; donde se suele culpar al enemigo o al pecado, de los males propios. Siendo absurdo plantear a un europeo, que perder una guerra pueda ser consecuencia de sus decisiones y actos; pues siempre pensará que la razón de una derrota, está en el enemigo. Un principio muy extendido entre los españoles, que no admitirán la responsabilidad propia en sus males; pues de lo contrario, dejarían de existir tal como son. Siendo imposible, para un hispano, deducir que el daño ajeno lo haya provocado uno mismo; porque sino, no sería un dolor que otro causa. Es decir, si alguien me ataca o me hiere, es por voluntad única del que lo hace; sin que nada pueda vincular esa agresión conmigo. Todo lo que es perfectamente lógico; pero filosóficamente un error.
Frente a esa visión, tan común entre los occidentales; existe un concepto budista muy distinto y que mi amigo Ota me explicó -al poco de llegar a Japón-. Exponiendo que la vida es el reflejo de uno mismo; pudiendo nosotros observar ese espectro sobre un espejo, en el agua o en el hielo. Por cuanto, si considerábamos la realidad un espejo del alma; alcanzaríamos la perfección. Pero si la vemos como un reflejo en el agua, era fácil que se deformase. Más aun, si nuestra frialdad la convertía en hielo; nunca podríamos ver la auténtica imagen, tan solo una bruma (sin alcanzar la verdad). Pero hemos de añadir que el referido Ota, no solo era bonzo en el templo de Ogo, sito junto a Maebashi -ciudad donde resido, durante mis estancias en Japón-; sino que amaba la guitarra y el Flamenco, como pocos. Decía encantarle las coplas o letras, de esas canciones del folclore andaluz. Aunque nunca entendí qué veía de bello en los versos de las Soleares, las Seguidillas y de esos sones que los cantaores rimaban. Pero el monje de Ogo me explicó que en todas ellas se contenía la exculpación del individuo; pues en sus poemas hablaban de una responsabilidad ajena. Es decir, si cantaban que su amigo se había arruinado, habría un culpable externo. Si lloraban porque les dejó la familia, o la mujer; era también debido a un ladrón que se la robó (sin responsabilidad alguna del abandonado). Y si les llegó cualquier otra pena o el hambre; era por un enemigo. Siempre todo, rodeado de una maldición, que dejaba sin culpa al que sufría un mal; pudiendo demostrarse que el dolor solo era obra de los otros. Algo que le entusiasmaba a Ota; mi amigo bonzo budista, que me enseñó el modo en que la realidad era el espejo del alma. Pese a ello, el reflejo que él más amaba, era el de Andalucía; donde uno, nunca es culpable.
SOBRE, JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Arriba, estanque y jardines de Yokokan. Al lado, salas del palacio. Abajo, mi mujer y yo en los jardines de este recinto, junto al castillo de Fukui.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Estanques y jardines de Yokokan.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: Estanques y jardines de Yokokan.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: más fotos de este palacio de Fukui.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: muebles en el interior Yokokan.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: dos imágenes más de este palacio.
JUNTO Y BAJO ESTAS LÍNEAS: al lado, el estanque, frente a las salas del edificio. Abajo, el Sr. Foujita, medita en los salones de Yokokan.
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